domingo, 8 de noviembre de 2009

Maniquíes

Cada día andaba por esa calle y nunca antes había visto la tienda. ¿Sería posible? Por la mañana, camino del trabajo, había pasado por delante de un muro de ladrillos cubierto con grafitis y ahora, inexplicablemente, en la tapia se abría un escaparate repleto de ropas.
Se acercó al cristal para observar el interior con más detalle. Un maniquí masculino, vestido con un atuendo extravagante, le miraba fijamente con ojos tristes; justo detrás, sobre una mesa de marquetería en nácar y madera teñida, reposaban las cabezas de otras tres figuras, ataviadas con pamelas de colores calientes; una gran araña de bronce colgaba pesadamente del techo y alumbraba el local con un fulgor ambarino. No había rastro de ningún dependiente.
Volvió la atención hacia la calle. Arriba, más allá de las hileras prietas de edificios, el cielo lucía añil: oscurecía. Pronto cerrarían todo.
Empujó la puerta y entró en la tienda; una campanilla sonó tras de sí pero nadie acudió. Echó un rápido vistazo alrededor: las paredes permanecían ocultas tras las incontables prendas que colgaban de las perchas, suspendidas a lo largo de barras metálicas que sobresalían de los tabiques, a distintos niveles, unas sobre otras; sólo una puerta estrecha, redondeada en la parte superior, interrumpía la hilada de piezas y daba paso a un angosto corredor que se perdía en la oscuridad. Se dirigió hacia el maniquí y sus pasos hicieron crujir los tapices de seda que cubrían el piso. Se detuvo enfrente y lo inspeccionó con detenimiento; la vestimenta que exponía el modelo le intrigaba.
—¿Puedo ayudarle? —sonó una voz.
Se volvió sobresaltado. Una mujer, de unos cincuenta años, muy pálida y con los ojos exageradamente sombreados, le observaba desde detrás de la mesa; sostenía un matamoscas encarnado; sonrió mostrando una mancha de carmín que le ensuciaba los incisivos. Él no acertó a contestar, se limitó a señalar, con un gesto vago, el conjunto expuesto en la figura. Sin esperar contestación, la mujer añadió:
—¿Le gusta el modelo? Es un tanto atrevido. —Rodeó la mesa y se detuvo junto al maniquí. Le escrutó de arriba abajo. Luego dijo—: Hay que tener muy buena complexión para vestirlo…, y que luzca bien —subrayó esta última frase con un tono algo burlón.
Él se ofendió con la observación. ¿Acaso no tenía una «complexión» lo bastante buena?
—¿Ve usted? —continuó la mujer—. Este chaleco es muy corto, deja toda la cintura al descubierto. Y los pantalones tienen un corte estrecho, ¡realmente estrecho!, son para tipos de caderas finas. —De pronto agitó violentamente el matamoscas estrellándolo contra una de las cabezas colocadas en la mesa. Gruñó—: ¡silencio malditas! ¡No quiero oíros!
Desconcertado miró alrededor. Un silencio impenetrable dominaba el local; incluso el ajetreo de la calle resultaba imperceptible. La mujer se excusó:
—¡Moscas! ¡Eso es!... ¡No me dejan en paz con sus zumbidos!
¿Moscas? ¿Qué moscas? No había el más mínimo rastro de movimiento en el aire. Trató de localizar dónde estaban los insectos y descubrió más maniquíes que no había visto antes: uno estaba colocado junto al rincón, en una postura en la que parecía sujetar el tablero de mármol de una cómoda arrimada a la esquina; y otro, la representación de una mujer, permanecía en el suelo, recostada sobre el muslo y con la mirada fija en la puerta de la tienda. La dependienta carraspeó con tanta violencia que le provocó un respingo.
—¿Y bien? — preguntó con voz chirriante.
—La verdad es que no tengo claro qué es lo que busco —sostuvo él—. Sólo quería… echar un vistazo.
—Adelante pues —y le indicó, con un ademán aristocrático, la sucesión de prendas expuestas.
Se aproximó hasta un gabán azul que destacaba por su vivacidad. Tiró de él y lo ojeó brevemente; lo descartó en seguida, demasiado clásico. Luego inspeccionó un blazer gris marengo, una americana de paño, un chaquetón demasiado ancho, y después una cazadora de piel claveteada que le pareció muy hortera; claramente, las chaquetas no eran de su estilo. A continuación, una sucesión de suéteres se ordenaban por tonos que iban desde zaino, castaño y marrón chocolate hasta tostado, ocre y beige; todos desprendían un olor de rancio, como de ropa usada, pero no era una tienda de segunda mano, habría visto algún rótulo que lo inidicara. Mientras recorría la ristra de ropas, podía oír a sus espaldas, de vez en cuando, la voz de la dependienta maldiciendo y el sonido del matamoscas golpeando la superficie del mostrador: «¡Silencio! ¡Silencio malditas!». Los pantalones tenían mejor aspecto. Extrajo de la barra unos de pana gris, de corte ancho, con los bolsillos rematados con tela tejana; se los arrimó a la cintura y de inmediato advirtió que eran demasiado pequeños para él.
—¿Tiene mi talla? —preguntó.
—¡Bichos repugnan...! ¡Oh!, disculpe. —Los ojos de la mujer refulgían como si estuviera posesa. Se apresuró a recuperar la compostura. Luego, le examinó de nuevo, y también a los pantalones, como calculando cuál era la medida apropiada. Sentenció—: No, lo siento, sólo tenemos tallas pequeñas. — Y asestó un nuevo golpe que resonó con un chasquido molesto.
¡Qué antipática, por Dios! Volvió a colocar la pieza en la barra y regresó al centro de la tienda. Pensó en marcharse; más allá de los cristales del escaparate la calle bullía; los transeúntes pasaban por delante del establecimiento sin prestar atención, concentrados en sus vidas, como una corriente de formas oscuras e indefinidas. Oteó de nuevo el maniquí. Realmente quería la combinación del modelo; en especial el abrigo negro, que era de sarga, largo y entallado, sin faldones; le daba al conjunto un aire vampírico, oscuro.
—Quiero probarme el abrigo. —Extendió la mano dispuesto a cogerlo. No se atrevió.
—¡Uy! —exclamó la vendedora—. Es muy caro —y escupió una risa entrecortada.
Sintió una punzada de indignación. ¿Quién se había creído que era la mujer esta? Desde luego, no debía gustarle mucho vender con lo desagradable que era. ¿Dónde quedaba aquello de «el cliente siempre tiene razón»? Un cosquilleo de malicia le subió por las mejillas hasta transformarse en una leve sonrisa. ¿Por qué no sacarle punta a la situación?
—¿De verás? —repuso con fingida ingenuidad —. ¿Cuánto cuesta?
La dependienta entornó los ojos con aire de desconfianza.
—Mucho, ¡muchísimo! Tiene un precio que muy pocos pueden asumir —se jactó.
—Ya veo… Es un chaquetón de lujo, sólo para gente importante, para la élite… ¿cierto?
Se abalanzó sobre el maniquí, agarró el abrigo por las solapas y empezó a buscar la etiqueta del precio. La reacción fue instantánea:
—¡Alto! ¡No lo toque! —La mujer salió de detrás de la mesa y, blandiendo el matamoscas, le obligó a retroceder—. ¡No lo toque! ¡Es muy delicado!... y además, no es un chaquetón, es un paletó. —Y se interpuso entre él y la figura.
Él rió para sus adentros. ¡La tipa estaba loca!
—Si no puedo tocarlo, ¿cómo me lo voy a probar? —preguntó.
—¿Probar? —repitió incrédula—. ¿Para qué iba a querer probárselo? Ya le he dicho que es muy caro.
—¡Pues es que estoy pensando en comprarlo! —replicó con fingida ofensa—. Pero primero quiero ver qué tal me sienta. Es lógico, ¿no? —Y se cruzó de brazos ante la mujer, en actitud decidida; tuvo que contener una sonrisa maliciosa que le asomaba bajo la nariz.
Aquello hizo reaccionar a la vendedora; bajó el matamoscas, se llevó la mano a la barbilla y, durante unos instantes, evaluó la situación.
—Entonces, ¿lo quiere?... ¿Está pensando, de verdad, en comprarlo?
—¡Eso mismo! —confirmó tajante.
La mujer alzó de nuevo el artilugio e hizo ademán de llevarse el extremo del mango a los labios, como si se tratara de una larga boquilla para fumar; abrió los ojos pintarrajeados de forma desmesurada y, en tono dramático, añadió:
—Muy bien, ¡así sea entonces!
Con un movimiento rápido, la vendedora le quitó el abrigo al modelo, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la estrecha puerta abierta en uno de los costados de la tienda. Sobre la marcha le indicó:
— ¡Sígame!
Echó a andar detrás de la mujer. Cruzaron el arco y se internaron en un corredor que estaba prácticamente a oscuras; tan sólo la luz pálida de una bombilla, que colgaba desnuda de un cable, le permitió ver, a los lados del pasillo, unas aberturas que semejaban antiguas ventanas y que comunicaban con otras estancias que bien podrían haber sido trasteros o desvanes. Apilados, abandonados al polvo, devorados por las sombras, montones de maniquíes yacían en silencio; pilas de figuras antropoides, de rostros inexpresivos, retorcidas en posturas antinaturales; algunas, pudo apreciar, colgaban de la pared, o del techo, suspendidas mediante cintas y cuerdas. Sus pasos resonaban en el hueco del corredor. Al poco, la galería desembocó en una sala cuadrada. Varios probadores, cerrados con cortina corredera, aparecían vacíos, esperando para ser usados.
—Elija el que más le guste —dijo la vendedora, y le ofreció el paletó. Sonrió mostrando una hilera de dientes manchados de carmín.
Agarró el abrigo y entró en uno de los probadores. ¡Era un chaquetón precioso! Después de todo, tal vez sí que lo compraría. Le sentaría de miedo con sus botas altas y sus pantalones de cuero; iba a parecer una figura sacada de una novela del siglo diecinueve, como los personajes de Edgar Allan Poe. Introdujo el brazo en la manga izquierda, buscó la derecha por detrás de la espalda y, llevando los brazos adelante, se enfundó la prenda.

Al principio creyó que no podría resistirlo, sin embargo, como ocurre con todo, transcurrido un tiempo se acostumbró a su nueva situación. Por alguna razón que se le escapaba (al fin y al cabo, quizá no tenía tan mala «complexión»), la bruja decidió colocarle junto al escaparate, mirando al exterior; así, por lo menos, podía entretenerse observando las personas libres desfilar distraídamente por delante de la tienda. De vez en cuando, algún infeliz, como él mismo, o los cientos atrapados en el interior del corredor, mordía el anzuelo y entraba en el establecimiento. No tenía ni idea de cómo se las ingeniaba para atraerlos.
A su izquierda, sobre un pedestal dorado, reposaba un espejo veteado. La arpía lo utilizaba para limpiarse las manchas de pintalabios de los dientes. En cuanto se acercaba, él le pedía clemencia con todas sus fuerzas; todos lo hacían, era lo único que les quedaba. Ella les golpeaba con el matamoscas para hacerles callar.

1 comentario:

  1. és impossible no llegir-lo sense veure-hi imatges! m'agrada molt tot el color, l'ambient... :-)

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