martes, 9 de junio de 2009

Derzi, la joven de humo



Ya que estamos en plan de desvelar rasgos de nuestras futuras creaciones, ahí va un cortaypega de uno de uno de los personajes de Si sientes el aire golpear tu rostro, mi proyectito para el próximo año, el cual fue comparado por el padre de Otis Collins con El alquimista... Mmmm... Alego el exabrupto al exceso de cerveza reinante en esa noche de viernes. Ahí va el extracto...

Derzi es alta. Bastante más alta, incluso, que varios de los hombres del pueblo. Su espalda encorvada y sus andar pausado no son sino una estratagema para pasar desapercibida. Con el correr de los años, Derzi fue atenuando sus movimientos. La chiquilla traviesa y chispeante que se quedaba horas bajo el cielo negro para contar las estrellas fugaces se fue convirtiendo, a medida que aumentaba su estatura, en una mujer apagada y lenta. Durante su adolescencia, tardó meses en entender el significado de las protuberancias ávidas de energía y hormonas que brotaban de su pecho. Se fajaba y encorvaba aún más la espalda para ocultarlas. Más centímetros ganaba, más se ensimismaba. Todo la avergonzaba, hasta regalar una sonrisa, hasta pestañear. En su tienda solía haber un espejo. Cada vez que pasaba frente a él mientras hacia las tareas cotidianas, giraba el rostro para no verse. Temblaba de terror de sólo pensar que su imagen se reflejara en aquel trozo de vidrio. Pero no podía evitar ver su rostro en el reflejo del agua, cuando iba al pozo con el cubo de madera. Sin embargo, a pesar de sus silencios, de sus movimientos lentos como espesas gotas de aceite sobre la piedra ardiente, Derzi había aprendido a sentir el peso de las miradas, incluso las que nacían a sus espaldas. Cada vez que dejaba el desierto para visitar el pueblo, sentía el ruido de las cabezas de los hombres que se giraban para observarla. Al principio pensaba que su fealdad era demasiado evidente, por eso se cubría con su túnica blanca ante cada mirada. Pero una tarde su rostro cobrizo dibujó una sonrisa involuntaria, justo cuando sus ojos se cruzaron con los de un vendedor de baratijas, que la seguía con la mirada desde hacía minutos. El hombre abandonó el puesto y se acercó a la joven con pecho inflado y paso decidido. Espantada, Derzi corrió a su caballo y volvió al desierto. Sin embargo, esa tarde descubrió el poder que podría llegar a tener su sonrisa. Una simple sonrisa.

lunes, 8 de junio de 2009

La mujer sin corazón (os la presento)

La madre de Lucinda se pintaba los labios de rojo intenso antes de salir de casa por la noche para ir a al bingo. El pintalabios era parte del uniforme, como la falda de tubo por encima de la rodilla y la cartuchera para guardar las monedas de los cartones. Se pintaba los labios con cuatro o cinco rulos aún puestos para dar forma a ese pelo rubio tan lacio que la aburría casi tanto como las mentiras que ella misma se contaba para seguir viviendo: saldría de ese piso oscuro, sin luz, de ese barrio muerto; un día se levantaría y no se acordaría de Pedro ni de su maldito olor a grasa y Lucinda no estaría, nunca habría estado. Pero al acabar de perfilarse los labios con un lápiz marrón que oscurecía el rojo todo seguía en su sitio y aún veía su reflejo en el espejo oxidado del armarito del baño que estaba lleno de medicamentos y potingues. No lo soportaba. Abrió la portezuela y dejó de verse. Cogió un bote de laca y, tras quitarse los rulos, se fijó el peinado. Esa noche estaría allí el señor Joaquín. Sabía que lo ponía cachondo y tenía que aprovecharse de ello. Esa noche le rondaría y le sonreiría a cada momento. Cerró de golpe el espejo y se enseñó los dientes en un gesto que le dio una apariencia de desagrado. tenía los paletos mancados de carmín. Menos mal que se había mirado antes de salir de casa, pensó mientras se pasaba el dedo por los dientes húmedos. Se echó un par de gotas de colonia detrás de la oreja y salió del baño.
Al llegar al bingo se encontró con el abuelo ludópata que cada noche se gastaba lo que no tenía en las máquinas. Lo saludó como siempre con un 'otra vez por aquí, Agustín' antes de toparse con la mirada desdeñosa de Marisa, la que vendía frutos secos en la entrada. Eran unas arpías, todas. Sus compañeras no la tragaban, le tenían envidia porque era más guapa que todas ellas y sabían que el señor Joaquín sólo tenía ojos para ella, y manos, claro. Pobres amargadas borrachas. Ella sí que sabía beber, sólo lo hacía las noches que tenía que permitir que las manos de ese viejo baboso se le metieran bajo la falda al entrar en su despacho para dejar la recaudación de la noche. Y para colmo, ella era la encargada, la que controlaba que ninguna de las empleadas se quedara ni un duro y la que hacía el recuento final antes de llevarle el dinero al jefe. El mismo señor Joaquín la había ofrecido el puesto, así podría meterle mano, claro, pero eso no se lo dijo ni el ni nadie, aunque las demás lo sabían porque alguna ya había sido antes la encargada y sabía lo que implicaba el puesto y no le había importado contárselo a las demás. Esa vieja chismosa no soportaba haber cumplido años y habar aburrido al viejo. Ahora iba a ser ella quien lo iba a entretener de lo lindo; si no lo encontaba es que se había olvidado de cómo se folla y lo dudaba porque tenía al bueno de Santi para hacer memoria los mediodías que cerraba el taller y la mocosa se quedaba a comer en el colegio. Pobre Santi, era medio tonto, pero follaba como un animal y en el fondo quería a su esposa, así ella se evitaba complicaciones. Un revolcón a la hora de comer de tanto en tanto, siempre con ese olor a currante, ese olor a grasa de motor que la había perseguido siempre, como si su destino fuera ser la puñetera mujercita amargada y quitamanchas de un mecánico insensible y borrachuzo. No, se negaba. Una cosa era follar y arrancar esas camisetas grasientas para poder morder el pecho fuerte y moreno de Santi, y otra muy distinta lavarle las manchas y los calzoncillos. Y una mierda. Ya había caído en ese error con Pedro. Y cuál había sido su premio: el abandono y una hija tarada que le impedía vivir.
Saludó a las arpías con un gesto desganado de la cabeza y se encerró unos minutos en el baño. Otra vez su reflejo ofreciéndole una instantánea de sí misma; aún era guapa. Se ahuecó el pelo con los dedos y con el índice se quitó un poco de carmín que sobresalía de la línea de su labio superior. Le gustaba marcarse mucho los picos y ese aire de crueldad que le daban a su sonrisa. Esa noche tenía que estar estupenda, era sábado y las arpías se marchaban antes que ella, que era la encargada y tenía mucho a última hora con el cierre. Sabía que tenía al viejo a puntito de caramelo y suponía que sea noche se lanzaría más allá del dobladillo de su falda. Entonces observo como a su reflejos se le agrió el gesto en una mueca de asco que le deformó la sonrisa.

viernes, 5 de junio de 2009

Profesor y crítico

Yo no quería, de verdad, nadie me cree, pero es cierto... No me gusta esa actitud de convertir el blog en un cubo de recogida de vómitos psicológicos y, sin embargo, aquí voy. Como diría Chabela, estoy haciendo un «captatio benevolentiae», o «provolone parmeggiano», o algo así, lo que vendría a significar: estáis a punto de tragaros algo que no me gusta, un poco de paciencia, por favor.

Estos días, he podido constatar que hay dos tipos de profesores de literatura (o de escritura, para ser más exactos): los profesores con vocación docente, y los críticos de literatura metidos a profesores. Por supuesto, toda generalización, como lo es en esencia una polarización, entraña cierta injusticia y ésta no va a ser menos. Aunque lo bueno de reducir todo a dos extremos opuestos es que siempre se puede camuflar la simplificación diciendo que, entre uno y otro polo, hay una amplia gama de grados intermedios que varían progresivamente en ambas direcciones. De este modo, cualquier caso que no cumpla rotundamente con las características de uno de los extremos siempre se puede enmarcar en una de las vagas gradaciones intermedias.

¿Y, en qué se diferencian ambos tipos? Creo que las diferencias se pueden reducir a cuatro puntos:

1.- El profesor con vocación docente suele impartir sus clases con un guión bien definido; tiene un conjunto de conocimientos que transmitir y, consecuentemente, su cometido sería inviable si no conociera bien el temario. Además, considera que la materia es necesaria para los alumnos, o cuando menos, importante en alguna u otra medida, así que no escatimará tiempo ni esfuerzo en hacer entendibles los conceptos que la componen, del primero al último, sin sacrificar ninguno. En cambio, el crítico metido a profesor, como experto en la materia que es, no necesita un guión de trabajo; él es el temario. En el más optimista de los casos tendrá un esquema, o unas pautas, que probablemente no habrá confeccionado él, sino la dirección del centro formativo para el que trabaje, y que, lógicamente, ignorará cuando crea oportuno, o a las que dedicará un corto tiempo dentro de las clases, pues él tiene otras cosas más importantes que enseñar, normalmente relacionadas con su experiencia literaria.

2.- El profesor docente, al corregir los trabajos de los alumnos, tratará siempre de revisar si éstos han aplicado correctamente los conceptos que pretende enseñar. Es cierto que a veces esta apreciación puede tener cierta subjetividad, al fin y al cabo, en cuanto pasamos cualquier cosa por nuestra óptica de visión lo estamos subjetivando, pero aún así, el docente intentará centrarse en los conceptos y en cómo el alumno los intentó aplicar; y, si por casualidad (o no), el docente hallara verdaderos signos de talento en algún trabajo, lo manifestará con sencillez, de forma directa y clara, con mayor o menor entusiasmo según sea su carácter, y dejando el mérito enteramente al autor. Por su parte, el crítico, al efectuar correcciones, proporcionará una visión única del ejercicio; descubrirá en el texto aristas desconocidas incluso para su creador, aspectos geniales que sólo él, con su gran bagaje literario, es capaz de desentrañar. Añadirá, además, todo tipo de referencias a otras obras literarias, o cinematográficas, de autores consagrados, convirtiendo un ejercicio de clase en una pequeña obra de arte, si se puede ser más pretencioso, porque en sus clases se aspira a lo más alto, a la Alta Literatura. ¡Qué fácil es dejarse llevar por tales lisonjas!

3.- En tercer lugar, el profesor docente, en su calidad de enseñador, acudirá a clase porque es su trabajo, le pagan por hacerlo, y, en consecuencia, aparcará su vida personal fuera de las aulas; sus estudiantes no tienen porqué convertirse en sus amigos y, al final del curso, con toda probabilidad, sabrán poco o nada de la vida del profesor más allá de las cuatro paredes del aula. En cambio, el crítico, expandirá su ego en la clase, para mayor asombro de los discípulos, y consumirá largos períodos del tiempo, que deberían estar destinados a impartir la materia, hablando de sus experiencias personales, de sus amistades en el mundo de la literatura (o el cine), de su sagacidad a la hora de juzgar a tal o cual autor, y también de la hipersensibilidad neurótica y la falta de calidad humana de aquellos que no aceptaron de buen grado sus críticas; incluso, dependiendo del grado de egolatría del crítico metido a profesor, entrará en el terreno privado de sus relaciones personales, de ordinario tortuosas, y no dudará en hacer partícipes a los estudiantes de sus miserias sentimentales.

4.- Por último, en cuarto lugar, la más deprimente de las diferencias. Con el profesor docente, el alumno tiene la posibilidad de aprender a escribir. Cierto es que la actitud de uno (pues me considero estudiante) es fundamental: sin un talante receptivo y humilde es muy difícil sacar nada en claro de cualquier curso, sea como sea el maestro; pero, en mi opinión, la única oportunidad de mejorar y de desarrollar el talento propio, caso de tener alguno, es con un profesor con vocación de enseñar. Ahora bien, éste, no puede, ni podrá jamás, echarnos una mano en el sueño de convertirnos en escritores profesionales; no puede mediar por nosotros ante ninguna editorial, o productora, y sus valoraciones, por positivas que sean, nunca trascenderán el ámbito académico. En cambio, aquí, en la esfera extra académica, es donde el crítico metido a profesor cobra su pleno sentido. Éste sí conoce a gente de las editoriales, a periodistas del sector, a escritores profesionales, su blog lo leen personajes bien conectados del mundillo, y un día, después de la clase, tomando una cervecilla y escuchando cómo el tipo arregla el mundo, ahí es donde se puede sacar partido del dinero invertido en el curso y obtener una recomendación, un teléfono o una ayudita en términos más generales. Además, como el crítico, aunque metido a profesor, continua ejerciendo de crítico, podría llegar a pasar que el texto de uno de sus ex alumnos llegara, por ventura, a sus manos y entonces, si el estudiante ha sido lo bastante hábil, en especial desarrollando la técnica de la palmadita en la espalda durante las copillas en horario extra lectivo, podrá obtener una valoración de lo más positiva de su trabajo, independientemente de la calidad intrínseca del mismo, con la consecuente ventaja que ello supondrá sobre otros trabajos de potenciales escritores que no aprendieron a tiempo que lo más importante del curso empezaba después de las horas de clase.

En fin, ya está, ya lo he dicho, y me he quedado tan a gusto, lo reconozco; aunque admito que, en el fondo, me consume la amargura de saber que nunca seré hábil en el campo del networking, el anglicismo con el que se designa hoy en día al arte de adular. Respecto al otro ámbito, el de verdad, el de escribir, pues no sé si tengo talento, o si lo aprehenderé algún día, así que seguiré los sabios consejos de Encarna y me dedicaré a disfrutar de la aventura de crear sin importarme adónde me lleve, porque necesito paliar una inquietud que sólo aquellas personas (los «correligionarios») que la comparten la pueden entender.

Hasta la próxima.