miércoles, 21 de octubre de 2009

Alina-Beta1.0

Alina es una ciudadana de Nueva Ainón, una inmortal. Siempre ha vivido con la convicción de que los dioses le habían regalado un anillo de la suerte, de que no le podía pasar nada malo, de que estaba rodeada por sentimientos de amor y de confianza. Esto era lo máximo que un ser humano podía obtener de la vida.

Pero un día mira atrás, hacia su vida, y se siente asqueada de una seguridad y una felicidad tan autocomplacientes y egoístas. Como tarde o temprano acaba ocurriendo con los inmortales, los mimados por los dioses sin ninguna razón, siente una especie de angustia en el fondo de tanta felicidad: todo es demasiado hermoso, demasiado redondo, demasiado perfecto. Aunque su cuerpo no envejece, incluido su cerebro, su alma sí lo hace; y si al principio estaba exultante, rebosante de deseos, y deseaba el placer, ese deseo se ha extinguido. Un día se despierta y ya no sabe para qué se ha despertado; lo que el nuevo día traiga ya lo conoce de antemano: la primavera, el invierno, los paisajes, el clima, el orden de la vida. Siente que ya no puede ocurrirle algo imprevisto, que ya conoce todas las posibilidades.

Entonces aparece en su vida Rufus, un antiguo amigo, y le propone que se convierta en piloto espacial. Es el único modo en que puede dar sentido a su vida. Los navegantes son una elite dentro del Estado Determinista, son como los aventureros de antaño; son los únicos cuyo papel en el inmenso engranaje del mundo de los hombres va más allá de la supervivencia o de la búsqueda compulsiva de placer. Ellos ven las estrellas, los planetas, la superficie del espacio tiempo, exploran las nuevas fronteras, se miran cara a cara con el Vacío y la oscuridad del Espacio. Además, sus vidas entrañan cierto peligro; pero es un peligro debido a la propia incertidumbre de los viajes espaciales, al pilotaje y la atención que deben prestar a las máquinas que manejan, no es un peligro procedente de una guerra declarada por el Consejo de Estadistas, o por la maldad humana en sus múltiples formas de manifestarse a pequeña escala; es un peligro que escapa al control de los superordenadores y de los científicos, y por esa razón se convierte en un aliciente para vivir, da sentido a la vida individual, no a la vida como una variable más dentro de millones de terabytes de cálculos que sólo un superordenador puede interpretar.

Toda meta implica sacrificios, padecimientos, privaciones, Alina bien lo sabe. Ella ha estudiado en las universidades de Heilderberg y de Coimbra, se ha formado en los Círculos de Utrech, de Praga y de Kiev; está acostumbrada a exigirse, a ser disciplinada, a seguir un plan y a perseverar en el esfuerzo; siempre se esperó mucho de ella, y no defraudó a quienes confiaban en su talento, consiguió adquirir muchos conocimientos y convertirse en una de las personas más cultas del mundo; aunque en el fondo, su propia condición no la reconforta, porque sabe que en Nueva Ainón todas las personas son tan instruidas como ella, son los seres humanos más dotados intelectualmente de toda la historia de la Humanidad. Y, sin embargo, este nuevo reto, convertirse en piloto espacial… Es algo diferente. Tiene que renunciar a su cuerpo orgánico, someterse a una intervención quirúrgica de alto riesgo; de inmediato comenzarán los peligros en esta nueva etapa. Tiene que aprender de cero las habilidades más sencillas, los movimientos más simples: tenerse en pie, andar, calcular las distancias de forma mecánica, coordinar las acciones más básicas, manipular objetos primarios. Y después, observará su propia mano y no la reconocerá; en lugar de unos dedos delicados, recubiertos de una piel sedosa y blanquecina, con las falanges estilizadas de tocar el piano, encontrará una estructura dura y fría, formada por una aleación de cobalto y ferro-níquel, con sensores de presión y de temperatura, con tendones resistentes a la radiación y yemas inmunes al frío más extremo. ¡No reconocerá su propia mano! Este pensamiento la atormenta. Ahora se da cuenta de que perder el propio cuerpo es algo a lo que uno no se puede enfrentar premeditadamente; es imposible. Nadie tiene tanta determinación. O nadie está tan hastiado de la vida… ¡Su cuerpo inmortal!

Un día, Alina se detiene ante el espejo y escudriña minuciosamente su propia imagen. Desnuda, contempla las líneas de su figura: las piernas largas y delgadas, la cadera estrecha y huesuda, no tiene vello púbico, y los labios vaginales son pequeños, apenas perceptibles; el tronco, largo, comienza en un abdomen plano y asciende hasta unos hombros enjutos de los que cuelgan unos brazos fláccidos y de apariencia frágil; dos pezones perfectamente redondos señalan la ausencia de senos. Sin apartar la vista de su reflejo, se acaricia la piel con suavidad, por toda la superficie de su cuerpo, sintiendo el tacto agradable. Es una piel incomparable. Tiene el color pálido de la luna llena y no presenta la más mínima arruga, no hay nada que empañe su brillo y su tensión. Luego advierte la armonía de su rostro, su languidez quebrada por unos labios gruesos, de un rojo sombrío y de una textura carnal; los pómulos altos, las mejillas enjutas rematadas por una barbilla puntiaguda, y unos ojos desproporcionadamente grandes, negros, insondables; todo el conjunto se encuentra delicadamente enmarcado por el cabello lacio y lustroso, tan oscuro como los ojos, que cae en una cascada hasta la altura de la mandíbula. De repente se da cuenta de lo hermosa que es; tiene el aspecto que le corresponde a los de su clase. Y entonces se pregunta si podrá renunciar a todo ello. Después de la operación, se colocará de nuevo ante el espejo y, ¿qué encontrará? Asustada por la idea de cambiar su apariencia le sonríe al reflejo que tiene enfrente. ¡Qué sonrisa generosa! Amplia, luminosa, franca. Los labios se curvan con gracia dejando entrever una hilera de dientes perfectos, más blancos que la tez, y ella misma se sorprende de la composición de colores: marfil lunar, rojo profundo, blanco reluciente, negro hermético...

Pero pronto la vanidad cede ante la angustia y el aburrimiento. Los inmortales son todos hermosos; Alina no destaca en una nación de seres estéticamente perfectos. Vive en una sociedad donde la belleza es ambigua, no se distingue a los individuos por su género, ni por su orientación sexual; sólo importa la estética, así como sólo importa el placer en las relaciones sexuales. Todos los cuerpos son cálidos, todas las pieles aromáticas, todos los labios húmedos, todas las caricias sofisticadas y todas las fantasías hermafroditas. ¿Por qué sentirse orgullosa de algo tan vulgar? No hay nada de extraordinario en la belleza física. Es superficial, habitual, ordinaria; la convierte en un ser anónimo.

Ahora vuelve Rufus para infundirle confianza en su decisión, para ayudarla a disipar las dudas. Le presenta argumentos como el que un cuerpo no es más que un montón de células, y las únicas entre todas ellas que definen el verdadero Yo, y por ende las únicas que realmente vale la pena conservar, son las que componen el neocórtex, la parte de su cerebro, junto con el sistema límbico, que se trasplantará al nuevo organismo mecánico. Seguirá siendo ella, allí donde vaya; siempre será Alina Cohen, nacida en la Tierra, en la esclavitud de la Inmortalidad, y que se habrá liberado al fin del yugo de una vida hedonista y sin propósito.

Alina, como todos los inmortales, vive una doble moral, quizá como una forma de armonizar con la ambigüedad de su aspecto. Los inmortales son los consentidos de la ingeniería genética, los superdotados de la Humanidad, así que, de algún modo, se sienten obligados a devolver a la sociedad parte de esa esplendidez, a corresponder de alguna forma a la generosidad recibida. Sin embargo, su caridad sólo redunda en beneficio de los que son como ellos; es una magnificencia que en nada contribuye a hacer del mundo un lugar mejor, sino que lo que consigue es hacerlo un poco más igual a lo que ya es. Las acciones que Alina pueda realizar a lo largo de su vida inmortal jamás trascenderán el ámbito de la pequeña escala, nunca tendrán un efecto global; el Estado Determinista se construyó para proteger este principio, la irrelevancia de la acción individual, y ella no tiene ninguna intención de cambiarlo, ninguno de los de su clase la tienen. ¿Por qué alterar el orden establecido? El sistema se construyó para defender a los hombres de mismos. Se fundó en el mayor arrebato de sinceridad jamás mostrado por los seres humanos; fue necesario que la Humanidad estuviera al borde de la extinción para aceptar, de una vez por todas, que la naturaleza humana no es bondadosa; es egoísta, destructiva, cruel. Pero no se puede vivir una vida inmortal con esa verdad atroz pesando como un yunque sobre la conciencia. Setecientos u ochocientos años de existencia sabiendo que la sociedad se encuentra vacía de altruismo suponen una carga insoportable. Debe haber alguien en quien confiar; debe haber alguien dispuesto a dar sin recibir nada a cambio; alguien ante quien poder desnudar el alma sin temor a ser traicionado; alguien con quien superar la soledad de la vida. Por eso los inmortales promueven la bondad como un valor primordial. Se esfuerzan en ser buenos, en practicar la magnanimidad y la empatía; y, por encima de todo, respetan la libertad individual, el derecho a ser diferente y a ser aceptado y respetado tal como uno quiere ser. Los inmortales se han instalado en la idea que ellos viven en contra de las características esenciales de la naturaleza humana, comenzando por la más básica, la mortalidad...

Pero todo es una falacia, una imagen artificial, un andamiaje construido para que una sensación que pide ser satisfecha quede momentáneamente calmada: la repugnancia por la realidad que existe más allá de la atmósfera de la Tierra, en las Exocolonias. Y allí es adónde Alina se dirige ahora, al mundo exterior.

Es su decisión.