Alina es una ciudadana de Nueva Ainón, una inmortal. Siempre ha vivido con la convicción de que los dioses le habían regalado un anillo de la suerte, de que no le podía pasar nada malo, de que estaba rodeada por sentimientos de amor y de confianza. Esto era lo máximo que un ser humano podía obtener de la vida.
Pero un día mira atrás, hacia su vida, y se siente asqueada de una seguridad y una felicidad tan autocomplacientes y egoístas. Como tarde o temprano acaba ocurriendo con los inmortales, los mimados por los dioses sin ninguna razón, siente una especie de angustia en el fondo de tanta felicidad: todo es demasiado hermoso, demasiado redondo, demasiado perfecto. Aunque su cuerpo no envejece, incluido su cerebro, su alma sí lo hace; y si al principio estaba exultante, rebosante de deseos, y deseaba el placer, ese deseo se ha extinguido. Un día se despierta y ya no sabe para qué se ha despertado; lo que el nuevo día traiga ya lo conoce de antemano: la primavera, el invierno, los paisajes, el clima, el orden de la vida. Siente que ya no puede ocurrirle algo imprevisto, que ya conoce todas las posibilidades.
Entonces aparece en su vida Rufus, un antiguo amigo, y le propone que se convierta en piloto espacial. Es el único modo en que puede dar sentido a su vida. Los navegantes son una elite dentro del Estado Determinista, son como los aventureros de antaño; son los únicos cuyo papel en el inmenso engranaje del mundo de los hombres va más allá de la supervivencia o de la búsqueda compulsiva de placer. Ellos ven las estrellas, los planetas, la superficie del espacio tiempo, exploran las nuevas fronteras, se miran cara a cara con el Vacío y la oscuridad del Espacio. Además, sus vidas entrañan cierto peligro; pero es un peligro debido a la propia incertidumbre de los viajes espaciales, al pilotaje y la atención que deben prestar a las máquinas que manejan, no es un peligro procedente de una guerra declarada por el Consejo de Estadistas, o por la maldad humana en sus múltiples formas de manifestarse a pequeña escala; es un peligro que escapa al control de los superordenadores y de los científicos, y por esa razón se convierte en un aliciente para vivir, da sentido a la vida individual, no a la vida como una variable más dentro de millones de terabytes de cálculos que sólo un superordenador puede interpretar.
Toda meta implica sacrificios, padecimientos, privaciones, Alina bien lo sabe. Ella ha estudiado en las universidades de Heilderberg y de Coimbra, se ha formado en los Círculos de Utrech, de Praga y de Kiev; está acostumbrada a exigirse, a ser disciplinada, a seguir un plan y a perseverar en el esfuerzo; siempre se esperó mucho de ella, y no defraudó a quienes confiaban en su talento, consiguió adquirir muchos conocimientos y convertirse en una de las personas más cultas del mundo; aunque en el fondo, su propia condición no la reconforta, porque sabe que en Nueva Ainón todas las personas son tan instruidas como ella, son los seres humanos más dotados intelectualmente de toda la historia de
Un día, Alina se detiene ante el espejo y escudriña minuciosamente su propia imagen. Desnuda, contempla las líneas de su figura: las piernas largas y delgadas, la cadera estrecha y huesuda, no tiene vello púbico, y los labios vaginales son pequeños, apenas perceptibles; el tronco, largo, comienza en un abdomen plano y asciende hasta unos hombros enjutos de los que cuelgan unos brazos fláccidos y de apariencia frágil; dos pezones perfectamente redondos señalan la ausencia de senos. Sin apartar la vista de su reflejo, se acaricia la piel con suavidad, por toda la superficie de su cuerpo, sintiendo el tacto agradable. Es una piel incomparable. Tiene el color pálido de la luna llena y no presenta la más mínima arruga, no hay nada que empañe su brillo y su tensión. Luego advierte la armonía de su rostro, su languidez quebrada por unos labios gruesos, de un rojo sombrío y de una textura carnal; los pómulos altos, las mejillas enjutas rematadas por una barbilla puntiaguda, y unos ojos desproporcionadamente grandes, negros, insondables; todo el conjunto se encuentra delicadamente enmarcado por el cabello lacio y lustroso, tan oscuro como los ojos, que cae en una cascada hasta la altura de la mandíbula. De repente se da cuenta de lo hermosa que es; tiene el aspecto que le corresponde a los de su clase. Y entonces se pregunta si podrá renunciar a todo ello. Después de la operación, se colocará de nuevo ante el espejo y, ¿qué encontrará? Asustada por la idea de cambiar su apariencia le sonríe al reflejo que tiene enfrente. ¡Qué sonrisa generosa! Amplia, luminosa, franca. Los labios se curvan con gracia dejando entrever una hilera de dientes perfectos, más blancos que la tez, y ella misma se sorprende de la composición de colores: marfil lunar, rojo profundo, blanco reluciente, negro hermético...
Pero pronto la vanidad cede ante la angustia y el aburrimiento. Los inmortales son todos hermosos; Alina no destaca en una nación de seres estéticamente perfectos. Vive en una sociedad donde la belleza es ambigua, no se distingue a los individuos por su género, ni por su orientación sexual; sólo importa la estética, así como sólo importa el placer en las relaciones sexuales. Todos los cuerpos son cálidos, todas las pieles aromáticas, todos los labios húmedos, todas las caricias sofisticadas y todas las fantasías hermafroditas. ¿Por qué sentirse orgullosa de algo tan vulgar? No hay nada de extraordinario en la belleza física. Es superficial, habitual, ordinaria; la convierte en un ser anónimo.
Ahora vuelve Rufus para infundirle confianza en su decisión, para ayudarla a disipar las dudas. Le presenta argumentos como el que un cuerpo no es más que un montón de células, y las únicas entre todas ellas que definen el verdadero Yo, y por ende las únicas que realmente vale la pena conservar, son las que componen el neocórtex, la parte de su cerebro, junto con el sistema límbico, que se trasplantará al nuevo organismo mecánico. Seguirá siendo ella, allí donde vaya; siempre será Alina Cohen, nacida en
Alina, como todos los inmortales, vive una doble moral, quizá como una forma de armonizar con la ambigüedad de su aspecto. Los inmortales son los consentidos de la ingeniería genética, los superdotados de
Pero todo es una falacia, una imagen artificial, un andamiaje construido para que una sensación que pide ser satisfecha quede momentáneamente calmada: la repugnancia por la realidad que existe más allá de la atmósfera de