miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Señor X


Si bien nos encontramos en un momento "novela" más que "cuento" en nuestras literarias vidas, yo no puedo dejar de despuntar el vicio por las historias cortas. Además de los malditos mongoles, ahora -cuando el cruel tiempo me lo permite- estoy escribiendo algunos relatos sobre gente aparentemente "normal", y tenía muchas ganas de compartir con vosotros uno de ellos. Como reza el título, éste se titula "El Señor X"...


Me llamo Gustavo Cabral Zenteno, soy doctor en Filología Anglosajona, especializado la obra de William Brian Yeats. Estoy casado con Haydeé Ayala, una respetada endocrinóloga. Tengo tres hijos. Aún hoy, a pesar de todo, me considero un buen padre. Prueba de ello es que Matías, el mayor, se ha apuntado a la Selectividad en la Complutense, y que Natalia, la segunda, quiere seguir los pasos de su madre. Nada sé aún sobre lo que desea de la vida el díscolo Guillermito. Después de trabajar varios años como traductor a tiempo parcial, de colaborar con la embajada española en Dublín (en mi añorado Northumberland Road), de hacer bolos con productoras de cine para subtitular películas, de publicar ensayos y artículos sobre el excéntrico escritor de Georgeville, un par de novelas cortas, varios poemarios, de recibir un doctorado Honoris Causa en Salamanca y en Cork, he conseguido el puesto que, en su momento, consideré el más importante de mi vida: responsable de un departamento en la Real Academia Española. Un colega, Demetrio Jarama, me había convencido de elevar la petición, de que tenía el suficiente currículum para optar por un lugar como académico de número, membresía que me otorgaría el eufemístico título de Inmortal. Él mismo se prestó a confeccionarme la carpeta de presentación de mi candidatura, a completar los formularios correspondientes, y a enviar por correo la documentación necesaria.

Cómo olvidar el momento. La respuesta llegó una lluviosa tarde de marzo, dos años después del envío del material. La carta, con ese suntuoso membrete, y firmada de puño y letra por el mismísimo Víctor García de la Vieira, director de la Real Academia, me invitaba a apersonarme a la cita introductoria, en la que participarían eminencias de la talla de Ayalla, Matiute, Ricco o Gimferrés. Allí acudí con donaire, y allí, bajo los frescos neogóticos del techo, me informaron de que mi postulación había sido en profundo estudiada, discutida y evaluada, y el resultado había sido positivo. Sólo restaba confirmar si era de mi interés ocupar el sillón que en ese momento estaba disponible: el de la letra X. Como es sabido, cada académico de número deviene depositario o patrón de una de las letras del alfabeto. Esa grafía pasa a formar parte de su patrimonio, de su capital cultural. Se transforma en responsable de cualquier modificación, adición, neologismo, supresión, complemento, cambio de directriz, reformulación de tendencia, mutismo y rectificación relacionada con la letra en cuestión. Cada erudito es el tesorero de las páginas que le corresponden en el diccionario. El de la A, se adivina, se enfrenta a diario a una ingente labor, así como los responsables del resto de vocales, pero también de consonantes protagónicas, como los letrados que estén a cargo de la letra L y o el de la R. El prestigio de estos sillones radica en la gran cantidad de palabras que tienen que vigilar, en las largas horas que deben dedicar a su labor, así como en el suculento sueldo. La X, en mi caso, no acarrearía demasiada fajina. Supuse que –de esmerarme lo suficiente– en cuestión de meses podría pasar al sillón de la Z, de la Q o, con suerte, al de la letra V. A pesar de lo cual, en el momento de la reunión un océano de algarabía me invadió, estaba convencido de que escalaba hacia el pináculo de mi carrera. Quién imaginaría que, meses después, esa misma carrera, así como mi prestigio, mis relaciones profesionales, mis referencias, mi currículum, mi familia, mis contactos sociales –en definitiva, mi historia personal–, acabarían hundidos en la más espesa de las mierdas.

La reunión con el doctor De la Vieira y compañía acabó tres horas después. Me explicaron la historia de la academia (que, por supuesto, ya conocía), me detallaron los honores, deberes y derechos que conllevan mi sillón, firmé documentos, recorrí salones exclusivos para los miembros de esa alta casa de cultura, y se me anunció que, dos meses después se celebraría la ceremonia de bienvenida, en la cual recibiría los blasones correspondientes. Cuán grato fue ese momento. A pesar de que sólo una pequeña parte del salón estaba ocupado, pronuncié mi discurso de ingreso con un fervor que jamás volví a experimentar. Los diez o quince asistentes, al finalizar mi lectura, me aplaudieron con solemne discreción.

El lunes siguiente a la bienvenida empecé a ocupar el puesto y a desempeñar las tareas que me correspondían. Atravesé los sobrecogedores pasillos. Allí me crucé con personalidades como Francisco Mievas (el Señor J), Carmen Castillos (la Señora E) o Javier Mavías (el Señor R). No podía creer que esas celebridades iban a ser, desde ese momento, mis compañeros de trabajo. Encontré el despacho correspondiente y entré. En el primer salón ya estaba trabajando mi secretaria, una chica rubia y algo rolliza. Recuerdo que sonreí con labios apretados al verla: nunca había tenido secretaria. Nos presentamos y estrechamos nuestras manos con formalidad. Le sonreí, pero ella me devolvió una mirada seca. Impaciente, empujé la puerta tallada que separaba ambos espacios, y por fin entré a mi salón. Enormes estantes de madera barnizada, ornamentados, sostenían gruesos volúmenes que cubrían hasta el techo las paredes de recinto, cuyo polvo, seguramente, era quitado con religiosa asiduidad por el personal de limpieza. El suelo de mármol reflejaba un rayo de sol que se colaba a través del vitral, situado sobre el alto respaldo del sillón que presidía la sala, el sillón X. Allí fui a sentarme con ansia. Volqué las posaderas sobre el suntuoso paño y lancé una expiración de dicha. Permanecí así, feliz y relajado, durante un largo rato. Minutos después estiré un brazo, pulsé el botón del conmutador y llamé a la secretaria. Le pedí que me facilitara la carpeta con las labores pendientes y me comentara sobre la agenda de reuniones para esa semana. La joven entró y, sin pronunciar palabra, posó una magra carpeta sobre el escritorio y se giró para regresar a su sitio. Antes de que cruzara la puerta, le recordé:
–¿Y qué sobre las reuniones de esta semana?
–Ah, sí, disculpe doctor, es la costumbre: el anterior académico nunca me preguntaba sobre ello. No tiene reuniones para esta semana.
Abrí la carpeta. Sólo contenía una hoja, impresa a una cara. Allí se leía un párrafo –de unas quince líneas– cuyo título era “Enmiendas y ampliaciones al artículo xerocopiar”. Y abajo, el subtítulo “Próxima convocatoria: lunes 23 de octubre de 2006”. Comprendí que ésa era la fecha de mi próxima intervención. Debía preparar y elevar alguna propuesta al respecto. Miré el calendario triangular que descansaba junto a un lapicero con tallas en madera. Faltaban más de seis meses para esa fecha. Seis meses. ¿Qué se supone que debería hacer hasta entonces? Porque preparar una ponencia como ésa no me insumiría más que dos o tres días. ¿Y mientras tanto? ¿De qué me ocuparía? Había dimitido a mis anteriores quehaceres, negado suculentos trabajos de traducción, comunicado a diferentes catedráticos que no me tuvieran en cuenta para futuros proyectos e investigaciones, ya que había decidido dedicarme a tiempo completo, en cuerpo y alma a ésta, mi nueva función. Y ahora me entero que no se me tendrá en cuenta hasta dentro de seis meses. Aunque –de más está decirlo– el sueldo se me pagaría con la estricta puntualidad de un puesto público, igualmente sentí decepción. Me levanté del sillón orejero en dirección a la enorme y pesada puerta de salida. El despacho era un silencio absoluto, mis pasos resonaban sobre los viejos volúmenes de los viejos estantes, sobre los balaústres de mármol. Pasé frente a la mesa de mi secretaria y salí hacia los pasillos por los que había entrado. El movimiento y el murmullo propios de un lugar de trabajo contrastaban dolorosamente con el mutismo de mi despacho. Bajé al bar de la esquina y me pedí un whisky de los buenos, un Johnny Walker Blue Label; tenía dinero, mi sueldo se había cuadruplicado en relación al anterior trabajo, y quería empezar a disfrutarlo. Cuando uno de los cubos de hielo chocó contra mi nariz, abrí los ojos, apoyé el vaso sobre la barra y desperté de mi arrobamiento. Volví al despacho, me senté en el sillón X y lo recliné hacia atrás. Emitió un molesto crujido, igual que un manojo de ramas al partirse. Abrí los cajones del escritorio, sólo encontré pelusa y papeles rotos. Entrelacé los dedos tras la nuca y permanecí durante varios minutos así, mirando el techo, inclinado y resoplando, escuchando el silencio. De vez en cuando pasaba la vista sobre un antiguo ensayo de Harold Bloom que había encontrado en los estantes. El teléfono, sin embargo, nunca sonó. El intercomunicador jamás pitó. Volví donde la secretaria. Seguía sumergida en sus expedientes, atareada, podría decirse que hasta agobiada. Apoyado al marco de la puerta que marcaba el límite entre ambas salas, la miré durante un rato, no porque fuera atractiva –de hecho no lo era en absoluto– sino porque me intrigaban sus tareas. Ella alzó la vista, esperaba que le dijera algo. Como permanecí en silencio, volvió a hundirse en sus gruesas carpetas. Atravesé su despacho, que era mucho más pequeño que el mío pero igual de silencioso, y salí al pasillo general. Allí fuera, el contraste de pasos sobre el mármol, de gente con prisas, móviles sonando y murmullo elevado volvió a chocarme. Miré el reloj. Dubitativo, pensé que no habría problemas si me marchaba antes. Regresé a la secretaria. Levantó la vista de sus expedientes y estiró el cuello hacia adelante, esperando directrices, quizás.
–Hoy me retiraré pronto –le dije–. Puede hacer lo mismo si quiere.
Entré, recogí mi maleta y volví a salir. Saludé a la joven con un pequeño gesto de la cabeza. Ella volvió a alzar la vista de entre el mar de formularios. Aún hoy me pregunto a qué demonios se dedicaba, qué era eso que la mantenía tan ocupada. Crucé el pasillo suntuoso y bajé a la calle. Eran las dos de la tarde.

Al día siguiente acudí con otro ánimo. Estaba esperanzado de que el comité sumarial propusiera nuevas investigaciones que me incumbieran. Pero no podía esperar. Ese día llegué al despacho con varias ideas apuntadas la noche anterior, escritas justo antes de que Haydeé apagara la luz del dormitorio. Una de las propuestas tenía como título “La caligrafía de la letra x en el Siglo de Oro. Variantes y aplicaciones”. Recordé un tratado sobre caligrafía de esa época que había adquirido por pocas pesetas en una librería de viejo de Chamartín. Aunque habían pasado muchos años de esa compra, no tenía idea de dónde estaba el libro, ni siquiera recordaba el título. Otra idea se intitulaba “La x y la h: una relación conflictiva”, junto a ejemplos que motivaban al debate: “¿exhausto o exausto; eximio o exhimio; exibir o exhibir?”. Finalmente un tema moderno, que buscaba levantar polvareda: “La x ante los neologismos: ¿cómo debemos llamarla? ¿Equis o ics?”. Esa noche anterior había estado inspirado, montones de ideas habían brotado de mi entusiasmo, hasta que fueron coartadas por el clic de la lámpara y por el fastidio de Haydeé:
–Gustavo, por favor, deja esa libreta y duérmete de una vez, que mañana tengo una intervención.
Enardecido, había llegado al despacho antes que la secretaria esa mañana. Encendí el ordenador y empecé a redactar el acta de propuesta. Tardé unas tres horas en acabarla. Le di a imprimir, encarpeté los folios y llamé a la joven por el intercomunicador para que los recogiera y comenzara las tramitaciones pertinentes. Pero la joven no contestó. Sospeché que aún no había llegado. Cogí la carpeta y escribí en la portada: “Comience la tramitación pertinente. Y comience a venir más pronto”. Me levanté enfadado para dejarle la carpeta en su escritorio y que, de esa manera, se la encuentre al llegar. Pero ella ya estaba allí. Con total despreocupación, me indicó:
–Sí, doctor, perdone, no pude responder su petición porque estoy muy ocupada. Por favor, deje la carpeta en la bandeja que cuando tenga algo de tiempo comienzo la tramitación pertinente. Y antes que nada, buenos días.
Permanecí absorto junto al marco de la puerta. No supe qué responder. Durante unos segundos estuve mudo, mirándola, pero ella no lo advirtió, o bien ni siquiera le interesaba que yo estuviera allí de pie, en pasiva actitud, exigiéndole explicaciones por su insolente respuesta. Me giré hacia el despacho. El eco de mis pasos sobre el mármol acentuó la sensación de incredulidad. Volví al sillón con andar lento, mirando el vacío. Pero justo antes de sentarme, en acto reflejo, cogí la americana y bajé raudo a la calle.
–Un Blue Label –le estaba indicando al barman, minutos más tarde. Y agregué:– Igual que ayer.

Una semana después, el silencio y la quietud del despacho se me habían metido hasta lo más profundo de los oídos. No dejaban de zumbarme. El teléfono no había sonado en todos esos días. El intercomunicador era un vetusto adorno junto al calendario triangular. No había recibido ningún e-mail. Recuperé la carpeta que la secretaria me había dado el primer día, al menos comenzaría a redactar el informe que debía presentar en seis meses. La portada estaba cubierta de polvo, caí en la cuenta de que el personal de limpieza no había entrado nunca al despacho en esos días. Respiré profundo frente al Word, escribí Xerocopiar, y a continuación dos puntos. Pero me quedé en blanco, nulo, no pude componer siquiera una línea. Para despejarme, me levanté y fui al despacho de la secretaria. Como siempre, estaba sumergida en sus expedientes, contestaba llamadas, escribía correos electrónicos, revisaba archivos, todo con impecable celeridad. Por fin, después de tragar una larga bocanada de aire, me atreví a preguntarle:
–Perdone, señorita. ¿Es usted secretaria mía, verdad?
La joven alzó la cabeza de una pila de papeles Din A4 e insinuó una evidente mueca de fastidio.
–Por supuesto, doctor Cabral. ¿De quién sino puedo ser secretaria? –respondió con desprecio.
Otra vez me quedé mudo. No sé cómo explicarlo, lo cierto es que sus filosos modales me causaban una especie de respeto o –incluso– de miedo, un absurdo miedo hacia ésa, mi subordinada. De inmediato volvió a su labor. Con una mirada circular, abarqué todo el papelerío que la rodeaba. Abrí la boca para formular otra pregunta, pero ella se adelantó:
–¿Desea alguna cosa más, doctor Cabral?
Negué con la cabeza y salí al pasillo. Allí, los académicos y demás personal administrativo pasaban a mi lado con prisas, sin siquiera advertir mi presencia, como si fuese un becario. El permanente murmullo ya había dejado de llamarme la atención. Pasé frente a otros despachos, y en todos se apreciaba un vivo y encendido clima laboral. Del despacho del Señor A no dejaba de entrar y salir gente. El de la Señora M era un hervidero. En el del Señor F se celebraba un apasionado y rico debate, en el que me hubiera gustado participar. Estiré el cuello, pero seguí hacia la calle. Horas más tarde, lo que escuchaba era la voz del barman que me preguntaba:
–¿Otro Blue Label, doctor?
–Sí, y también doble.

Fue después de tres semanas que recibí, al fin, una contestación por correo electrónico a una de mis propuestas. El asunto del mensaje de respuesta era terminante: “Proposición rechazada”. Además de haber preparado ese texto, en todo el tiempo transcurrido desde la toma de posesión no había hecho más que bajar al bar, contar los balaústres del techo una y mil veces, editar mis artículos de Wikipedia, intentar participar sin éxito de algún debate en el salón circular, mirar sin decir nada a mi laboriosa secretaria, comerme las uñas… Después de leer el asunto, sin siquiera continuar con el resto del mensaje, alcé la vista del monitor y bajé a la calle como todos los días, invadido por un gran sentimiento de hartazgo. Sin embargo no me dirigí al bar. En un rapto de lucidez, decidí por fin vivir una experiencia positiva con esa letra, esa maldita letra que me estaba destrozando el ánimo. Ahí era, en la esquina. Allí se veía, sobre el cartel de ese local que tantas veces había pensado visitar. Pero no era una x, sino tres, una al lado de la otra, escritas con luces de neón. Ya dentro del local, mientras hojeaba un catálogo de fotos, la encargada me preguntó:
–¿Y cariño? ¿Te decides o no te decides?
–Sí, tráigame a ésta: Ximena.

El resto de semanas se sucedieron con una rapidez exasperante. Había descuidado mi aspecto personal hasta límites jamás vistos. No me afeitaba, prácticamente había olvidado la corbata (y si la llevaba, el nudo daba pena), tampoco me bañaba, lucía ojeras y unos cercos de sudor se formaban bajo la axila de mis camisas. Casi sin darme cuenta, había adquirido el tic de introducirme el dedo meñique en la oreja y agitarlo sucesivas veces, a fin de destaparlo para remover el cerumen, fuera cual fuera el lugar en el que me encontrara. En el pasillo general del edificio, la gente por fin empezó a notar mi presencia, pero con el único motivo de evitar acercarse. La secretaria ya ni se molestaba en alzar la vista de sus expedientes para saludarme ante mi llegada, y cuando lo hacía era con expresión de rechazo –de asco, mejor dicho–. En casa, Haydée llegaba cada vez más tarde por las noches, con argumentos del tipo “ha salido una intervención a último momento”, “tuvimos reunión de comité” o “había demasiada gente en el consultorio”. Cierta noche, al llegar, me comunicó que se ausentaría un mes entero para participar de un importante congreso de endocrinólogos en Taipei, con todos los gastos pagos. Me extrañó un poco, ya que el congreso más lejano al que había acudido había sido en Murcia.
–¿Y por qué un mes? –inquirí sorprendido–. Si esos congresos no duran más de tres o cuatro días.
–Tú no entiendes, Gustavo. –Fue su despreciativa respuesta–. Se trata de un congreso itinerante. Visitaremos hospitales asiáticos, nos entrevistaremos con secretarios de salud, acudiremos a laboratorios… Y haremos un poco de turismo, por supuesto.
–¿“Haremos”? ¿Quién te acompaña?
–Por favor, Gustavo, mis compañeros de investigaciones. No te preocupes. Tú vuelve a tus equis que mi vida profesional está mejor que nunca.
Recuerdo que ese mismo diálogo había invadido mi memoria justo cuando me encontraba encima de Ximena, a punto de alcanzar el orgasmo, mientras el neón de una de las x se colaba por la ventana de la habitación.

No quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió el resto de tiempo que permanecí en la Real Academia. Día por medio prefería ausentarme del tortuoso sillón. No me molestaba en notificarlo a la secretaria, de hecho estaba seguro de que mi ausencia ya no le importaba ni a ella ni a nadie. Me quedaba durmiendo hasta las dos de la tarde, invadido por la resaca. Haydée, por su parte, nunca me llamó desde Taipei, sólo me envió un par de e-mails con mensajes telegráficos o fotos adjuntas, en las que aparecía sonriendo detrás de enormes rascacielos. Ni siquiera me pregunté quién le hacía las fotos. Los niños vivían su vida libremente, sin tenerme en cuenta en absoluto, sin hablarme, sin siquiera esperarme a cenar. El microondas y los congelados que les había provisto su madre eran suficientes. Me duchaba una vez cada dos semanas –cuando notaba las axilas pegoteadas– y había abandonado definitivamente la máquina de afeitar. Me follaba a Ximena con regularidad, y las veces que decidía ir al despacho lo primero que hacía después de llegar era cruzar la calle para visitar a mi barman. Una de esas tardes distinguí allí, encorvado sobre la barra, una cara que me resultó familiar. El sujeto estaba como ido mirando su copa vacía. Llevaba la camisa fuera del pantalón, lucía barba de dos o tres días y no se había molestado en peinarse. De forma automática levantó su copa vacía y gritó:
–¡Paquito, otro doble!
Me di cuenta quién era. Lo había visto un par de veces en los suntuosos pasillos del edificio de enfrente.
–Pero señor Ñ, ¿qué hace por aquí?
Me miró de reojo con un leve giro de la cabeza.
–Ah, usté es el “Equi” ¿no? Nada, que ya no me dejan entrar al puto bar de la esquina.
Tragó un largo sorbo de la copa que le acababan de servir y se quedó mirando los cubos flotando sobre el whisky sobrante.
–¿Se da cuenta? –me dijo–. El W se salva por los anglicismos. ¿Y yo, el depositario del símbolo del nuestra lengua? ¿Me merezco este ninguneo? Que les den pol culo.
Me senté a su lado y, con una sonrisa de compasión, lo invité a otra ronda. Posé mi mano izquierda sobre su hombro y le di un par de palmadas. Nos miramos amistosamente. Minutos después, estábamos caminando hacia las tres equis de neón.
–Y la quiero bien ñoña, ¿de acuerdo?– me susurró mientras tocábamos el timbre.

Hoy de vez en cuando lo llamo para tomarnos unos Jamesons. El sueldo ya no me da para Blue Labels. Ni tampoco para el alquiler de la pocilga donde me he mudado. Muchas veces me quedo mirando el diploma de Inmortal que cuelga tras la pared manchada de humedad, mientras recuerdo aquellos certeros versos de Yeats que tanto me habían acompañado durante mi ya lejana juventud: “La heroica madre luna se perdió en el destierro / tengo cincuenta años y ahora / he de sufrir la timidez del sol”.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Viejo lobo


No, no, por allí no, mejor el otro atajo, ojo con el leñador, pero por qué no se buscan otro sitio para talar, es tan grande todo esto, juro que cuando esté mejor alimentado me largo de este puto bosque, ya estoy harto de la rutina y de que se me corte la inspiración, malditos bípedos y malditas hachas, vamos viejo, más rápido, ay esta ciática, por qué no seré vegetariano, cuidado el hormiguero los arbustos la serpiente, salta, vamos, el pozo piedras charco pantano ¿y esa casa de chocolate? ¿en qué cuento estoy? la niña dijo que era su abuela, todas las casas de abuelas son iguales, tienen olor a abuela, a ver ese olfato viejito, snif snif, sí, debe ser por ahí, hay un camino, vamos, más rápido, sí, por aquí, snif snif, queda poco tiempo, la niña puede llegar en cualquier momento, pero dónde se cree que va con ese ridículo vestidito rojo, muy lejos no llegarás en la vida así vestida, guapa, snif snif, bien, debe ser ésta, ahí debe vivir la vieja, a ver snif snif, sí, está tumbada como suponía, eso es vida y no mi miseria, ojalá cobrara una pensión como esta vieja haragana, slurp, pero qué hambre tengo, me da igual carne caducada, slurp, me la zampo igual aunque solo sea pellejo, qué hambre y qué cansado estoy, hace un minuto podría haber engullido morcilla fresca, rojita, slurp, pero yo también estoy viejo, mmm, ya no tengo los reflejos de antes, ay qué agitación, toc toc, llamo a la puerta pero no me pensé ninguna coartada, pero qué hambre, snif, pero qué cansancio, slurp, pero qué le digo a la vieja ésta...
–¿Quién es?
(¿Pero qué era lo que tocaba decir ahora?…)
–Ehh… mmm… Para comerte mejor…
Mmmmno, no era eso. Definitivamente, ya no tengo los reflejos de antes.

Maniquíes

Cada día andaba por esa calle y nunca antes había visto la tienda. ¿Sería posible? Por la mañana, camino del trabajo, había pasado por delante de un muro de ladrillos cubierto con grafitis y ahora, inexplicablemente, en la tapia se abría un escaparate repleto de ropas.
Se acercó al cristal para observar el interior con más detalle. Un maniquí masculino, vestido con un atuendo extravagante, le miraba fijamente con ojos tristes; justo detrás, sobre una mesa de marquetería en nácar y madera teñida, reposaban las cabezas de otras tres figuras, ataviadas con pamelas de colores calientes; una gran araña de bronce colgaba pesadamente del techo y alumbraba el local con un fulgor ambarino. No había rastro de ningún dependiente.
Volvió la atención hacia la calle. Arriba, más allá de las hileras prietas de edificios, el cielo lucía añil: oscurecía. Pronto cerrarían todo.
Empujó la puerta y entró en la tienda; una campanilla sonó tras de sí pero nadie acudió. Echó un rápido vistazo alrededor: las paredes permanecían ocultas tras las incontables prendas que colgaban de las perchas, suspendidas a lo largo de barras metálicas que sobresalían de los tabiques, a distintos niveles, unas sobre otras; sólo una puerta estrecha, redondeada en la parte superior, interrumpía la hilada de piezas y daba paso a un angosto corredor que se perdía en la oscuridad. Se dirigió hacia el maniquí y sus pasos hicieron crujir los tapices de seda que cubrían el piso. Se detuvo enfrente y lo inspeccionó con detenimiento; la vestimenta que exponía el modelo le intrigaba.
—¿Puedo ayudarle? —sonó una voz.
Se volvió sobresaltado. Una mujer, de unos cincuenta años, muy pálida y con los ojos exageradamente sombreados, le observaba desde detrás de la mesa; sostenía un matamoscas encarnado; sonrió mostrando una mancha de carmín que le ensuciaba los incisivos. Él no acertó a contestar, se limitó a señalar, con un gesto vago, el conjunto expuesto en la figura. Sin esperar contestación, la mujer añadió:
—¿Le gusta el modelo? Es un tanto atrevido. —Rodeó la mesa y se detuvo junto al maniquí. Le escrutó de arriba abajo. Luego dijo—: Hay que tener muy buena complexión para vestirlo…, y que luzca bien —subrayó esta última frase con un tono algo burlón.
Él se ofendió con la observación. ¿Acaso no tenía una «complexión» lo bastante buena?
—¿Ve usted? —continuó la mujer—. Este chaleco es muy corto, deja toda la cintura al descubierto. Y los pantalones tienen un corte estrecho, ¡realmente estrecho!, son para tipos de caderas finas. —De pronto agitó violentamente el matamoscas estrellándolo contra una de las cabezas colocadas en la mesa. Gruñó—: ¡silencio malditas! ¡No quiero oíros!
Desconcertado miró alrededor. Un silencio impenetrable dominaba el local; incluso el ajetreo de la calle resultaba imperceptible. La mujer se excusó:
—¡Moscas! ¡Eso es!... ¡No me dejan en paz con sus zumbidos!
¿Moscas? ¿Qué moscas? No había el más mínimo rastro de movimiento en el aire. Trató de localizar dónde estaban los insectos y descubrió más maniquíes que no había visto antes: uno estaba colocado junto al rincón, en una postura en la que parecía sujetar el tablero de mármol de una cómoda arrimada a la esquina; y otro, la representación de una mujer, permanecía en el suelo, recostada sobre el muslo y con la mirada fija en la puerta de la tienda. La dependienta carraspeó con tanta violencia que le provocó un respingo.
—¿Y bien? — preguntó con voz chirriante.
—La verdad es que no tengo claro qué es lo que busco —sostuvo él—. Sólo quería… echar un vistazo.
—Adelante pues —y le indicó, con un ademán aristocrático, la sucesión de prendas expuestas.
Se aproximó hasta un gabán azul que destacaba por su vivacidad. Tiró de él y lo ojeó brevemente; lo descartó en seguida, demasiado clásico. Luego inspeccionó un blazer gris marengo, una americana de paño, un chaquetón demasiado ancho, y después una cazadora de piel claveteada que le pareció muy hortera; claramente, las chaquetas no eran de su estilo. A continuación, una sucesión de suéteres se ordenaban por tonos que iban desde zaino, castaño y marrón chocolate hasta tostado, ocre y beige; todos desprendían un olor de rancio, como de ropa usada, pero no era una tienda de segunda mano, habría visto algún rótulo que lo inidicara. Mientras recorría la ristra de ropas, podía oír a sus espaldas, de vez en cuando, la voz de la dependienta maldiciendo y el sonido del matamoscas golpeando la superficie del mostrador: «¡Silencio! ¡Silencio malditas!». Los pantalones tenían mejor aspecto. Extrajo de la barra unos de pana gris, de corte ancho, con los bolsillos rematados con tela tejana; se los arrimó a la cintura y de inmediato advirtió que eran demasiado pequeños para él.
—¿Tiene mi talla? —preguntó.
—¡Bichos repugnan...! ¡Oh!, disculpe. —Los ojos de la mujer refulgían como si estuviera posesa. Se apresuró a recuperar la compostura. Luego, le examinó de nuevo, y también a los pantalones, como calculando cuál era la medida apropiada. Sentenció—: No, lo siento, sólo tenemos tallas pequeñas. — Y asestó un nuevo golpe que resonó con un chasquido molesto.
¡Qué antipática, por Dios! Volvió a colocar la pieza en la barra y regresó al centro de la tienda. Pensó en marcharse; más allá de los cristales del escaparate la calle bullía; los transeúntes pasaban por delante del establecimiento sin prestar atención, concentrados en sus vidas, como una corriente de formas oscuras e indefinidas. Oteó de nuevo el maniquí. Realmente quería la combinación del modelo; en especial el abrigo negro, que era de sarga, largo y entallado, sin faldones; le daba al conjunto un aire vampírico, oscuro.
—Quiero probarme el abrigo. —Extendió la mano dispuesto a cogerlo. No se atrevió.
—¡Uy! —exclamó la vendedora—. Es muy caro —y escupió una risa entrecortada.
Sintió una punzada de indignación. ¿Quién se había creído que era la mujer esta? Desde luego, no debía gustarle mucho vender con lo desagradable que era. ¿Dónde quedaba aquello de «el cliente siempre tiene razón»? Un cosquilleo de malicia le subió por las mejillas hasta transformarse en una leve sonrisa. ¿Por qué no sacarle punta a la situación?
—¿De verás? —repuso con fingida ingenuidad —. ¿Cuánto cuesta?
La dependienta entornó los ojos con aire de desconfianza.
—Mucho, ¡muchísimo! Tiene un precio que muy pocos pueden asumir —se jactó.
—Ya veo… Es un chaquetón de lujo, sólo para gente importante, para la élite… ¿cierto?
Se abalanzó sobre el maniquí, agarró el abrigo por las solapas y empezó a buscar la etiqueta del precio. La reacción fue instantánea:
—¡Alto! ¡No lo toque! —La mujer salió de detrás de la mesa y, blandiendo el matamoscas, le obligó a retroceder—. ¡No lo toque! ¡Es muy delicado!... y además, no es un chaquetón, es un paletó. —Y se interpuso entre él y la figura.
Él rió para sus adentros. ¡La tipa estaba loca!
—Si no puedo tocarlo, ¿cómo me lo voy a probar? —preguntó.
—¿Probar? —repitió incrédula—. ¿Para qué iba a querer probárselo? Ya le he dicho que es muy caro.
—¡Pues es que estoy pensando en comprarlo! —replicó con fingida ofensa—. Pero primero quiero ver qué tal me sienta. Es lógico, ¿no? —Y se cruzó de brazos ante la mujer, en actitud decidida; tuvo que contener una sonrisa maliciosa que le asomaba bajo la nariz.
Aquello hizo reaccionar a la vendedora; bajó el matamoscas, se llevó la mano a la barbilla y, durante unos instantes, evaluó la situación.
—Entonces, ¿lo quiere?... ¿Está pensando, de verdad, en comprarlo?
—¡Eso mismo! —confirmó tajante.
La mujer alzó de nuevo el artilugio e hizo ademán de llevarse el extremo del mango a los labios, como si se tratara de una larga boquilla para fumar; abrió los ojos pintarrajeados de forma desmesurada y, en tono dramático, añadió:
—Muy bien, ¡así sea entonces!
Con un movimiento rápido, la vendedora le quitó el abrigo al modelo, giró sobre sus talones y se dirigió hacia la estrecha puerta abierta en uno de los costados de la tienda. Sobre la marcha le indicó:
— ¡Sígame!
Echó a andar detrás de la mujer. Cruzaron el arco y se internaron en un corredor que estaba prácticamente a oscuras; tan sólo la luz pálida de una bombilla, que colgaba desnuda de un cable, le permitió ver, a los lados del pasillo, unas aberturas que semejaban antiguas ventanas y que comunicaban con otras estancias que bien podrían haber sido trasteros o desvanes. Apilados, abandonados al polvo, devorados por las sombras, montones de maniquíes yacían en silencio; pilas de figuras antropoides, de rostros inexpresivos, retorcidas en posturas antinaturales; algunas, pudo apreciar, colgaban de la pared, o del techo, suspendidas mediante cintas y cuerdas. Sus pasos resonaban en el hueco del corredor. Al poco, la galería desembocó en una sala cuadrada. Varios probadores, cerrados con cortina corredera, aparecían vacíos, esperando para ser usados.
—Elija el que más le guste —dijo la vendedora, y le ofreció el paletó. Sonrió mostrando una hilera de dientes manchados de carmín.
Agarró el abrigo y entró en uno de los probadores. ¡Era un chaquetón precioso! Después de todo, tal vez sí que lo compraría. Le sentaría de miedo con sus botas altas y sus pantalones de cuero; iba a parecer una figura sacada de una novela del siglo diecinueve, como los personajes de Edgar Allan Poe. Introdujo el brazo en la manga izquierda, buscó la derecha por detrás de la espalda y, llevando los brazos adelante, se enfundó la prenda.

Al principio creyó que no podría resistirlo, sin embargo, como ocurre con todo, transcurrido un tiempo se acostumbró a su nueva situación. Por alguna razón que se le escapaba (al fin y al cabo, quizá no tenía tan mala «complexión»), la bruja decidió colocarle junto al escaparate, mirando al exterior; así, por lo menos, podía entretenerse observando las personas libres desfilar distraídamente por delante de la tienda. De vez en cuando, algún infeliz, como él mismo, o los cientos atrapados en el interior del corredor, mordía el anzuelo y entraba en el establecimiento. No tenía ni idea de cómo se las ingeniaba para atraerlos.
A su izquierda, sobre un pedestal dorado, reposaba un espejo veteado. La arpía lo utilizaba para limpiarse las manchas de pintalabios de los dientes. En cuanto se acercaba, él le pedía clemencia con todas sus fuerzas; todos lo hacían, era lo único que les quedaba. Ella les golpeaba con el matamoscas para hacerles callar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El premio

Se encontraba en el puerto de mantenimiento, esperando para ser articulado, las extremidades desacopladas, cuando el androide del anclaje contiguo se desenganchó, antes de haber concluido su proceso de ensamblaje, y se abalanzó sobre él, trastabillando.

—¿Descubriste cómo reconocer el «instante»? —preguntó conturbado.

—¿Cómo?..., no entiendo.

—¡El Premio! —gritó—. ¡A descubrirlo!

—¿Descubrirlo cómo?

Y los ingenieros se precipitaron sobre su compañero, lo maniataron y lo desconectaron antes de que pudiera entender qué había ocurrido.

Horas más tarde, en la plataforma de embarque, esperando para ocupar su lugar en la lanzadera, trató de interrogar a su camarada, pero éste no recordaba nada; no se atrevió a insistir porque una de las normas era «silencio en las filas», y los supervisores les vigilaban de cerca. Fijó la vista al frente. Sobre el andén de acceso al transporte, el gran panel electrónico mostraba, en caracteres luminosos, de un verde reluciente, el lema que regía su existencia (y la de todas las demás unidades): «un instante de felicidad»; ese era el Premio.

Recordó cuando, recién salido de la factoría, llegó por primera vez a la estación orbital. Por aquel entonces no tenía implantado el deseo del «instante»; sólo podía pensar en el Espacio, en la inmensidad del Cosmos, y ansiaba salir al exterior, explorar el vacío, tal era el programa base implementado en la red neuronal de los autómatas de su clase. Luego, los creadores le insertaron en el puerto de control, se hizo la oscuridad, y al regresar a la consciencia su vida estaba condicionada por el Premio; cada jornada, antes de entrar en la mina, veía el lema parpadear en el panel y se preguntaba si aquel día, por fin, se le concedería.

Regresó al trabajo en el yacimiento de hidrógeno; pilotó los aerodelizadores a través de nubes de amoníaco; transportó tanques repletos de cristales de hielo. Funcionaba con eficiencia: calculaba las trayectorias de aproximación a la nave cisterna; balanceaba la presión de los depósitos de nitrógeno líquido; manejaba los brazos mecánicos en la cubierta de carga. Y, al final de cada turno, los ingenieros le llevaban a la estación de control, junto con las otras unidades de su equipo, donde le desmontaban, monitorizaban sus dispositivos y reemplazaban aquellos que empezaban a deteriorarse; durante el mantenimiento, sólo su mente, señalizada con el piloto rojo incrustado en su frente, permanecía activa, consciente de lo que ocurría a su alrededor. Después, se alienaba con sus compañeros en el elevador y descendía de nuevo a las cubiertas inferiores, al andén de la lanzadera, para embarcar de vuelta hacia la explotación.

Hasta que un día, en el ascensor, la unidad situada justo detrás suyo le susurró: «¿qué te respondieron los hacedores?». Sintió el impulso de voltearse. Se reprimió.

—¿Qué respuesta? —siseó.

—La respuesta a la pregunta —, añadió la voz.

Algunos androides, formando en las hileras cerca suyo, murmuraron contrariados y agitaron las cabezas metálicas en señal de reproche; estaban incumpliendo las reglas. Le sobrevino el temor a recibir una acción disciplinaria. Apretó las mandíbulas mecánicas.

—¿De qué pregunta me hablas? —balbuceó tan quedamente como le fue posible.

No hubo respuesta. Transcurrió un lapso de tiempo que se le antojó larguísimo; el robot no respondía; escuchaba con atención, pero sólo podía percibir el sonido del elevador descendiendo a gran velocidad, deslizándose a través de la estructura de titanio.

—Preguntaste a los hacedores cómo reconocerías el «instante» —pronunció el interlocutor, al fin, en un murmullo casi inaudible.

El montacargas se detuvo con una oscilación violenta, más brusca que de costumbre le pareció, y las láminas metálicas se abrieron dejando penetrar en el cubículo la iridiscencia del rótulo que anunciaba el Premio; destellos esmeralda se reflejaron en los cráneos pulidos de los androides. Entraron en el andén sin que tuviera la oportunidad de identificar al individuo que le había hablado.

Algo despertó en lo más hondo de su inteligencia artificial: no sabía en qué consistía un «instante de felicidad». Tenía la sensación de que no era la primera vez que se hacía esas preguntas, pero no recordaba haberlas expresado; repasaba su historia reciente, jornada tras jornada, turno tras turno, y no hallaba el menor recuerdo de haberse dirigido a los creadores. ¿Le borraban la memoria? Eso no era probable. Su caja negra registraría todos los eventos, sin excepción, y le bastaría activar el modo de emergencia, ante algún riesgo, para tener acceso a los registros. Porque, las cajas negras son esos dispositivos que sólo sirven cuando ya es demasiado tarde; y que, por increíble que parezca, son construidas con una aleación indestructible, que jamás se quiebra, por muy terrible que sea la catástrofe. Y entonces: ¿por qué no construir todos los robots destinados a las minas con ese material? O por lo menos, el endoesqueleto y el bastidor del sistema motriz; y también, ya decididos, el revestimiento del cerebro. A veces, podría cuestionarse el sentido práctico de los hacedores.

A pesar de las dificultades, pensó en preguntar a otras unidades, o, mejor aún, en consultar a los autómatas que hubieran alcanzado el «instante»; cayó en la cuenta de que no conocía a ningún robot que hubiera sido premiado.

Se obsesionó con el premio. Rompió en un descuido uno de los conductos de abastecimiento en órbita. Se internó por error en una corriente de helio fluído y, no pudiendo resistir la presión, tuvo que abandonar la carga; la vio hundirse sin remedio en las condensaciones de moléculas ionizadas. Tan distraído estaba, que perdía el rumbo en la ruta de regreso desde el océano de nitrógeno. Y, una vez, midió mal la trayectoria de aproximación a la lanzadera y estrelló el aerodeslizador contra la mura del transporte.

Por fin, los hacedores, viendo su pobre rendimiento, programaron una revisión de sus rutinas SCPM[1]. En cuanto estuvo sobre la placa, las extremidades separadas del torso y la médula sintética conectada a los sensores, una irrefrenable curiosidad le conmovió.

—¿Cómo reconoceré el «instante»? —preguntó al ingeniero que le estaba inspeccionando. Éste, cogido a contrapié, no respondió; se limitó a desconectarle.

Cuando se despertó no se hallaba en la estación de mantenimiento. Una ténue luz, oblícua, se refractaba contra una lámina de hierro negruzca, lo que debía ser la superficie interior de una especie de cubículo. El silencio era absoluto. Intentó incorporarse y sus músculos mecánicos no respondieron. ¿Estaban ahí? Intentó mover la cabeza, levantarla para escudriñar alrededor. Se dio cuenta que no tenía el cuerpo ensamblado. Su sistema de emergencia se activó y, de pronto, ante sí desfilaron, procedentes de la caja negra, todos los recuerdos que los ingenieros humanos habían borrado en sucesivas revisiones de mantenimiento; había preguntado muchas veces qué significaba «un instante de felicidad» y nunca había sido respondido. Siempre se producía la misma reacción: era desconectado; luego eliminaban sus recuerdos y reinstalaban el anhelo del Premio, para reforzar los parámetros de su comportamiento; «debe tener algún defecto de fábrica» los hacedores habían comentado en más de una ocasión.

Desde su posición apretó la vista y pudo ver, amontonadas y en mal estado, las cabezas de otros androides, también desacopladas. ¡Cientos de ellos! Los pilotos de actividad cerebral restaban apagados; excepto uno, en una testa cercana, que todavía emitía un fulgor moribundo.

—¿Hay alguien ahí? —. Su voz resonó en el interior de la oquedad.

La señal luminosa, en la frente vecina, tembló como si fuera a apagarse; después brilló con más fuerza, vertiendo sus reflejos encarnados en la plancha metálica.

—No, no hay nadie... Aquí sólo encontrarás un «instante de felicidad» —respondió.

Y se extinguió.


[1] Sistema de Control de la Psico-Motricidad

jueves, 5 de noviembre de 2009

Lecho de guijarros

Ya es demasiado tarde, no tengo otra alternativa que aceptarlo; he pasado de la lucha agónica, del pataleo desesperado, de la obstinación que proporciona la rabia y el pánico, a la lánguida docilidad. Ya siento las aguas en movimiento, el frío lecho, los guijarros pulidos y el barro sucio. Serán los muebles de mi nuevo hogar, donde moraré de ahora en adelante, y por los siglos de los siglos, en paz...

¿Y, no pude evitarlo? ¿No había algún medio saberlo? ¡Ah!, todo era una trampa de ese maldito cazador, desde el principio, seguro. ¿Pero cómo? ¿Cómo imaginarlo? Ese enfermizo color rojo me estaba anunciando el peligro, y no lo vi; o mejor dicho, lo vi pero no lo miré, me hipnotizó... ¡Y es que esa carne! Esa piel rosada, impoluta, tersa, que olía a sangre fresca, a huesos jugosos, a grasa suave y a fibras dulzonas. La había sentido mucho antes de encontrarla. Y cuando la vi, cuando la contemplé, vestida con esa capa roja, con la capucha en forma de punta, y los zapatos de madera, y la cesta de mimbre repleta de pasteles, jugando con las ardillas, entonces ya fue irremediable. Mi ferocidad se despertó y mis instintos se hicieron con el control. «Adónde vas, niña» le pregunté con voz ronca de apetito. «A casa de mi abuelita» contestó ella. Y su aroma y su ternura nublaron mis sentidos. ¡Ah! Seguro que el cazador observaba la escena desde la espesura, agazapado, riendo de emoción, pero por dentro, en silencio, para no descubrirse.

Así que jugué al Gran Juego. Para nosotros, los de mi familia, es una práctica arraigada en lo más hondo de nuestro ser, un comportamiento que obedece a razones tan profundas que lo realizamos sin ni siquiera percatarnos de que lo hacemos. Tras devorar a la vieja (no me costó ningún esfuerzo llegar a la cabaña antes que la niña) me disfracé con sus ridículas ropas y aguardé hasta que mi presa llegó. ¡Qué ingenua! ¡Qué vulnerable! ¡Qué inocente! «Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes» decía. «Son para oírte mejor» replicaba yo con mal imitada voz de anciana. ¡La tenía a mi merced! ¡Era mía! ¡La voracidad me consumía! ¡Tenía que saciar ese deseo violento!... Y lo hice: «¡Son para comerte mejor!».

Luego me invadió el sopor de la satisfacción. Mi barriga estaba tan llena que apenas si podía respirar; vapores de fatigosa digestión ascendían bruscamente hasta mis fauces; la bruma de la saciedad nublaba mis sentidos. Caí dormido.

Pero al despertar comprendí que algo malo había ocurrido. Me hallaba en la cabaña de la vieja, rodeado por sus ropas y cachivaches, y no había rastro de la capa roja. El recuerdo de la niña, de su carne suave y agradable, parecía formar parte de un sueño desvanecido; unas voces burlonas, como cuchicheos maliciosos, como risas de cuchillas afiladas y agujas de sutura, retumbaban en mi recuerdo, imprecisas, casi imaginarias. Huí sin correr; me sentía tan pesado como si hubiera comido una montaña de guijarros. Una sed áspera me lijaba la lengua y la garganta. Necesitaba agua. Tenía que beber. Me acercaría al río. Y al inclinarme para sorber el fresco líquido, mi vientre lleno a rebosar tiró de mi cuerpo y me precipité en la corriente. En vano traté de nadar para mantenerme a flote; braceé, chapoteé, pateé el agua, intenté agarrarme a la superficie con todas mis fuerzas, pero las aguas me engulleron y descendí hacia el fondo, hacia el lecho de guijarros.

¡Hasta aquí me ha conducido la capa roja! ¡Maldito cazador! Todo formaba parte de una treta. Seguro...