miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Señor X


Si bien nos encontramos en un momento "novela" más que "cuento" en nuestras literarias vidas, yo no puedo dejar de despuntar el vicio por las historias cortas. Además de los malditos mongoles, ahora -cuando el cruel tiempo me lo permite- estoy escribiendo algunos relatos sobre gente aparentemente "normal", y tenía muchas ganas de compartir con vosotros uno de ellos. Como reza el título, éste se titula "El Señor X"...


Me llamo Gustavo Cabral Zenteno, soy doctor en Filología Anglosajona, especializado la obra de William Brian Yeats. Estoy casado con Haydeé Ayala, una respetada endocrinóloga. Tengo tres hijos. Aún hoy, a pesar de todo, me considero un buen padre. Prueba de ello es que Matías, el mayor, se ha apuntado a la Selectividad en la Complutense, y que Natalia, la segunda, quiere seguir los pasos de su madre. Nada sé aún sobre lo que desea de la vida el díscolo Guillermito. Después de trabajar varios años como traductor a tiempo parcial, de colaborar con la embajada española en Dublín (en mi añorado Northumberland Road), de hacer bolos con productoras de cine para subtitular películas, de publicar ensayos y artículos sobre el excéntrico escritor de Georgeville, un par de novelas cortas, varios poemarios, de recibir un doctorado Honoris Causa en Salamanca y en Cork, he conseguido el puesto que, en su momento, consideré el más importante de mi vida: responsable de un departamento en la Real Academia Española. Un colega, Demetrio Jarama, me había convencido de elevar la petición, de que tenía el suficiente currículum para optar por un lugar como académico de número, membresía que me otorgaría el eufemístico título de Inmortal. Él mismo se prestó a confeccionarme la carpeta de presentación de mi candidatura, a completar los formularios correspondientes, y a enviar por correo la documentación necesaria.

Cómo olvidar el momento. La respuesta llegó una lluviosa tarde de marzo, dos años después del envío del material. La carta, con ese suntuoso membrete, y firmada de puño y letra por el mismísimo Víctor García de la Vieira, director de la Real Academia, me invitaba a apersonarme a la cita introductoria, en la que participarían eminencias de la talla de Ayalla, Matiute, Ricco o Gimferrés. Allí acudí con donaire, y allí, bajo los frescos neogóticos del techo, me informaron de que mi postulación había sido en profundo estudiada, discutida y evaluada, y el resultado había sido positivo. Sólo restaba confirmar si era de mi interés ocupar el sillón que en ese momento estaba disponible: el de la letra X. Como es sabido, cada académico de número deviene depositario o patrón de una de las letras del alfabeto. Esa grafía pasa a formar parte de su patrimonio, de su capital cultural. Se transforma en responsable de cualquier modificación, adición, neologismo, supresión, complemento, cambio de directriz, reformulación de tendencia, mutismo y rectificación relacionada con la letra en cuestión. Cada erudito es el tesorero de las páginas que le corresponden en el diccionario. El de la A, se adivina, se enfrenta a diario a una ingente labor, así como los responsables del resto de vocales, pero también de consonantes protagónicas, como los letrados que estén a cargo de la letra L y o el de la R. El prestigio de estos sillones radica en la gran cantidad de palabras que tienen que vigilar, en las largas horas que deben dedicar a su labor, así como en el suculento sueldo. La X, en mi caso, no acarrearía demasiada fajina. Supuse que –de esmerarme lo suficiente– en cuestión de meses podría pasar al sillón de la Z, de la Q o, con suerte, al de la letra V. A pesar de lo cual, en el momento de la reunión un océano de algarabía me invadió, estaba convencido de que escalaba hacia el pináculo de mi carrera. Quién imaginaría que, meses después, esa misma carrera, así como mi prestigio, mis relaciones profesionales, mis referencias, mi currículum, mi familia, mis contactos sociales –en definitiva, mi historia personal–, acabarían hundidos en la más espesa de las mierdas.

La reunión con el doctor De la Vieira y compañía acabó tres horas después. Me explicaron la historia de la academia (que, por supuesto, ya conocía), me detallaron los honores, deberes y derechos que conllevan mi sillón, firmé documentos, recorrí salones exclusivos para los miembros de esa alta casa de cultura, y se me anunció que, dos meses después se celebraría la ceremonia de bienvenida, en la cual recibiría los blasones correspondientes. Cuán grato fue ese momento. A pesar de que sólo una pequeña parte del salón estaba ocupado, pronuncié mi discurso de ingreso con un fervor que jamás volví a experimentar. Los diez o quince asistentes, al finalizar mi lectura, me aplaudieron con solemne discreción.

El lunes siguiente a la bienvenida empecé a ocupar el puesto y a desempeñar las tareas que me correspondían. Atravesé los sobrecogedores pasillos. Allí me crucé con personalidades como Francisco Mievas (el Señor J), Carmen Castillos (la Señora E) o Javier Mavías (el Señor R). No podía creer que esas celebridades iban a ser, desde ese momento, mis compañeros de trabajo. Encontré el despacho correspondiente y entré. En el primer salón ya estaba trabajando mi secretaria, una chica rubia y algo rolliza. Recuerdo que sonreí con labios apretados al verla: nunca había tenido secretaria. Nos presentamos y estrechamos nuestras manos con formalidad. Le sonreí, pero ella me devolvió una mirada seca. Impaciente, empujé la puerta tallada que separaba ambos espacios, y por fin entré a mi salón. Enormes estantes de madera barnizada, ornamentados, sostenían gruesos volúmenes que cubrían hasta el techo las paredes de recinto, cuyo polvo, seguramente, era quitado con religiosa asiduidad por el personal de limpieza. El suelo de mármol reflejaba un rayo de sol que se colaba a través del vitral, situado sobre el alto respaldo del sillón que presidía la sala, el sillón X. Allí fui a sentarme con ansia. Volqué las posaderas sobre el suntuoso paño y lancé una expiración de dicha. Permanecí así, feliz y relajado, durante un largo rato. Minutos después estiré un brazo, pulsé el botón del conmutador y llamé a la secretaria. Le pedí que me facilitara la carpeta con las labores pendientes y me comentara sobre la agenda de reuniones para esa semana. La joven entró y, sin pronunciar palabra, posó una magra carpeta sobre el escritorio y se giró para regresar a su sitio. Antes de que cruzara la puerta, le recordé:
–¿Y qué sobre las reuniones de esta semana?
–Ah, sí, disculpe doctor, es la costumbre: el anterior académico nunca me preguntaba sobre ello. No tiene reuniones para esta semana.
Abrí la carpeta. Sólo contenía una hoja, impresa a una cara. Allí se leía un párrafo –de unas quince líneas– cuyo título era “Enmiendas y ampliaciones al artículo xerocopiar”. Y abajo, el subtítulo “Próxima convocatoria: lunes 23 de octubre de 2006”. Comprendí que ésa era la fecha de mi próxima intervención. Debía preparar y elevar alguna propuesta al respecto. Miré el calendario triangular que descansaba junto a un lapicero con tallas en madera. Faltaban más de seis meses para esa fecha. Seis meses. ¿Qué se supone que debería hacer hasta entonces? Porque preparar una ponencia como ésa no me insumiría más que dos o tres días. ¿Y mientras tanto? ¿De qué me ocuparía? Había dimitido a mis anteriores quehaceres, negado suculentos trabajos de traducción, comunicado a diferentes catedráticos que no me tuvieran en cuenta para futuros proyectos e investigaciones, ya que había decidido dedicarme a tiempo completo, en cuerpo y alma a ésta, mi nueva función. Y ahora me entero que no se me tendrá en cuenta hasta dentro de seis meses. Aunque –de más está decirlo– el sueldo se me pagaría con la estricta puntualidad de un puesto público, igualmente sentí decepción. Me levanté del sillón orejero en dirección a la enorme y pesada puerta de salida. El despacho era un silencio absoluto, mis pasos resonaban sobre los viejos volúmenes de los viejos estantes, sobre los balaústres de mármol. Pasé frente a la mesa de mi secretaria y salí hacia los pasillos por los que había entrado. El movimiento y el murmullo propios de un lugar de trabajo contrastaban dolorosamente con el mutismo de mi despacho. Bajé al bar de la esquina y me pedí un whisky de los buenos, un Johnny Walker Blue Label; tenía dinero, mi sueldo se había cuadruplicado en relación al anterior trabajo, y quería empezar a disfrutarlo. Cuando uno de los cubos de hielo chocó contra mi nariz, abrí los ojos, apoyé el vaso sobre la barra y desperté de mi arrobamiento. Volví al despacho, me senté en el sillón X y lo recliné hacia atrás. Emitió un molesto crujido, igual que un manojo de ramas al partirse. Abrí los cajones del escritorio, sólo encontré pelusa y papeles rotos. Entrelacé los dedos tras la nuca y permanecí durante varios minutos así, mirando el techo, inclinado y resoplando, escuchando el silencio. De vez en cuando pasaba la vista sobre un antiguo ensayo de Harold Bloom que había encontrado en los estantes. El teléfono, sin embargo, nunca sonó. El intercomunicador jamás pitó. Volví donde la secretaria. Seguía sumergida en sus expedientes, atareada, podría decirse que hasta agobiada. Apoyado al marco de la puerta que marcaba el límite entre ambas salas, la miré durante un rato, no porque fuera atractiva –de hecho no lo era en absoluto– sino porque me intrigaban sus tareas. Ella alzó la vista, esperaba que le dijera algo. Como permanecí en silencio, volvió a hundirse en sus gruesas carpetas. Atravesé su despacho, que era mucho más pequeño que el mío pero igual de silencioso, y salí al pasillo general. Allí fuera, el contraste de pasos sobre el mármol, de gente con prisas, móviles sonando y murmullo elevado volvió a chocarme. Miré el reloj. Dubitativo, pensé que no habría problemas si me marchaba antes. Regresé a la secretaria. Levantó la vista de sus expedientes y estiró el cuello hacia adelante, esperando directrices, quizás.
–Hoy me retiraré pronto –le dije–. Puede hacer lo mismo si quiere.
Entré, recogí mi maleta y volví a salir. Saludé a la joven con un pequeño gesto de la cabeza. Ella volvió a alzar la vista de entre el mar de formularios. Aún hoy me pregunto a qué demonios se dedicaba, qué era eso que la mantenía tan ocupada. Crucé el pasillo suntuoso y bajé a la calle. Eran las dos de la tarde.

Al día siguiente acudí con otro ánimo. Estaba esperanzado de que el comité sumarial propusiera nuevas investigaciones que me incumbieran. Pero no podía esperar. Ese día llegué al despacho con varias ideas apuntadas la noche anterior, escritas justo antes de que Haydeé apagara la luz del dormitorio. Una de las propuestas tenía como título “La caligrafía de la letra x en el Siglo de Oro. Variantes y aplicaciones”. Recordé un tratado sobre caligrafía de esa época que había adquirido por pocas pesetas en una librería de viejo de Chamartín. Aunque habían pasado muchos años de esa compra, no tenía idea de dónde estaba el libro, ni siquiera recordaba el título. Otra idea se intitulaba “La x y la h: una relación conflictiva”, junto a ejemplos que motivaban al debate: “¿exhausto o exausto; eximio o exhimio; exibir o exhibir?”. Finalmente un tema moderno, que buscaba levantar polvareda: “La x ante los neologismos: ¿cómo debemos llamarla? ¿Equis o ics?”. Esa noche anterior había estado inspirado, montones de ideas habían brotado de mi entusiasmo, hasta que fueron coartadas por el clic de la lámpara y por el fastidio de Haydeé:
–Gustavo, por favor, deja esa libreta y duérmete de una vez, que mañana tengo una intervención.
Enardecido, había llegado al despacho antes que la secretaria esa mañana. Encendí el ordenador y empecé a redactar el acta de propuesta. Tardé unas tres horas en acabarla. Le di a imprimir, encarpeté los folios y llamé a la joven por el intercomunicador para que los recogiera y comenzara las tramitaciones pertinentes. Pero la joven no contestó. Sospeché que aún no había llegado. Cogí la carpeta y escribí en la portada: “Comience la tramitación pertinente. Y comience a venir más pronto”. Me levanté enfadado para dejarle la carpeta en su escritorio y que, de esa manera, se la encuentre al llegar. Pero ella ya estaba allí. Con total despreocupación, me indicó:
–Sí, doctor, perdone, no pude responder su petición porque estoy muy ocupada. Por favor, deje la carpeta en la bandeja que cuando tenga algo de tiempo comienzo la tramitación pertinente. Y antes que nada, buenos días.
Permanecí absorto junto al marco de la puerta. No supe qué responder. Durante unos segundos estuve mudo, mirándola, pero ella no lo advirtió, o bien ni siquiera le interesaba que yo estuviera allí de pie, en pasiva actitud, exigiéndole explicaciones por su insolente respuesta. Me giré hacia el despacho. El eco de mis pasos sobre el mármol acentuó la sensación de incredulidad. Volví al sillón con andar lento, mirando el vacío. Pero justo antes de sentarme, en acto reflejo, cogí la americana y bajé raudo a la calle.
–Un Blue Label –le estaba indicando al barman, minutos más tarde. Y agregué:– Igual que ayer.

Una semana después, el silencio y la quietud del despacho se me habían metido hasta lo más profundo de los oídos. No dejaban de zumbarme. El teléfono no había sonado en todos esos días. El intercomunicador era un vetusto adorno junto al calendario triangular. No había recibido ningún e-mail. Recuperé la carpeta que la secretaria me había dado el primer día, al menos comenzaría a redactar el informe que debía presentar en seis meses. La portada estaba cubierta de polvo, caí en la cuenta de que el personal de limpieza no había entrado nunca al despacho en esos días. Respiré profundo frente al Word, escribí Xerocopiar, y a continuación dos puntos. Pero me quedé en blanco, nulo, no pude componer siquiera una línea. Para despejarme, me levanté y fui al despacho de la secretaria. Como siempre, estaba sumergida en sus expedientes, contestaba llamadas, escribía correos electrónicos, revisaba archivos, todo con impecable celeridad. Por fin, después de tragar una larga bocanada de aire, me atreví a preguntarle:
–Perdone, señorita. ¿Es usted secretaria mía, verdad?
La joven alzó la cabeza de una pila de papeles Din A4 e insinuó una evidente mueca de fastidio.
–Por supuesto, doctor Cabral. ¿De quién sino puedo ser secretaria? –respondió con desprecio.
Otra vez me quedé mudo. No sé cómo explicarlo, lo cierto es que sus filosos modales me causaban una especie de respeto o –incluso– de miedo, un absurdo miedo hacia ésa, mi subordinada. De inmediato volvió a su labor. Con una mirada circular, abarqué todo el papelerío que la rodeaba. Abrí la boca para formular otra pregunta, pero ella se adelantó:
–¿Desea alguna cosa más, doctor Cabral?
Negué con la cabeza y salí al pasillo. Allí, los académicos y demás personal administrativo pasaban a mi lado con prisas, sin siquiera advertir mi presencia, como si fuese un becario. El permanente murmullo ya había dejado de llamarme la atención. Pasé frente a otros despachos, y en todos se apreciaba un vivo y encendido clima laboral. Del despacho del Señor A no dejaba de entrar y salir gente. El de la Señora M era un hervidero. En el del Señor F se celebraba un apasionado y rico debate, en el que me hubiera gustado participar. Estiré el cuello, pero seguí hacia la calle. Horas más tarde, lo que escuchaba era la voz del barman que me preguntaba:
–¿Otro Blue Label, doctor?
–Sí, y también doble.

Fue después de tres semanas que recibí, al fin, una contestación por correo electrónico a una de mis propuestas. El asunto del mensaje de respuesta era terminante: “Proposición rechazada”. Además de haber preparado ese texto, en todo el tiempo transcurrido desde la toma de posesión no había hecho más que bajar al bar, contar los balaústres del techo una y mil veces, editar mis artículos de Wikipedia, intentar participar sin éxito de algún debate en el salón circular, mirar sin decir nada a mi laboriosa secretaria, comerme las uñas… Después de leer el asunto, sin siquiera continuar con el resto del mensaje, alcé la vista del monitor y bajé a la calle como todos los días, invadido por un gran sentimiento de hartazgo. Sin embargo no me dirigí al bar. En un rapto de lucidez, decidí por fin vivir una experiencia positiva con esa letra, esa maldita letra que me estaba destrozando el ánimo. Ahí era, en la esquina. Allí se veía, sobre el cartel de ese local que tantas veces había pensado visitar. Pero no era una x, sino tres, una al lado de la otra, escritas con luces de neón. Ya dentro del local, mientras hojeaba un catálogo de fotos, la encargada me preguntó:
–¿Y cariño? ¿Te decides o no te decides?
–Sí, tráigame a ésta: Ximena.

El resto de semanas se sucedieron con una rapidez exasperante. Había descuidado mi aspecto personal hasta límites jamás vistos. No me afeitaba, prácticamente había olvidado la corbata (y si la llevaba, el nudo daba pena), tampoco me bañaba, lucía ojeras y unos cercos de sudor se formaban bajo la axila de mis camisas. Casi sin darme cuenta, había adquirido el tic de introducirme el dedo meñique en la oreja y agitarlo sucesivas veces, a fin de destaparlo para remover el cerumen, fuera cual fuera el lugar en el que me encontrara. En el pasillo general del edificio, la gente por fin empezó a notar mi presencia, pero con el único motivo de evitar acercarse. La secretaria ya ni se molestaba en alzar la vista de sus expedientes para saludarme ante mi llegada, y cuando lo hacía era con expresión de rechazo –de asco, mejor dicho–. En casa, Haydée llegaba cada vez más tarde por las noches, con argumentos del tipo “ha salido una intervención a último momento”, “tuvimos reunión de comité” o “había demasiada gente en el consultorio”. Cierta noche, al llegar, me comunicó que se ausentaría un mes entero para participar de un importante congreso de endocrinólogos en Taipei, con todos los gastos pagos. Me extrañó un poco, ya que el congreso más lejano al que había acudido había sido en Murcia.
–¿Y por qué un mes? –inquirí sorprendido–. Si esos congresos no duran más de tres o cuatro días.
–Tú no entiendes, Gustavo. –Fue su despreciativa respuesta–. Se trata de un congreso itinerante. Visitaremos hospitales asiáticos, nos entrevistaremos con secretarios de salud, acudiremos a laboratorios… Y haremos un poco de turismo, por supuesto.
–¿“Haremos”? ¿Quién te acompaña?
–Por favor, Gustavo, mis compañeros de investigaciones. No te preocupes. Tú vuelve a tus equis que mi vida profesional está mejor que nunca.
Recuerdo que ese mismo diálogo había invadido mi memoria justo cuando me encontraba encima de Ximena, a punto de alcanzar el orgasmo, mientras el neón de una de las x se colaba por la ventana de la habitación.

No quiero entrar en detalles sobre lo que ocurrió el resto de tiempo que permanecí en la Real Academia. Día por medio prefería ausentarme del tortuoso sillón. No me molestaba en notificarlo a la secretaria, de hecho estaba seguro de que mi ausencia ya no le importaba ni a ella ni a nadie. Me quedaba durmiendo hasta las dos de la tarde, invadido por la resaca. Haydée, por su parte, nunca me llamó desde Taipei, sólo me envió un par de e-mails con mensajes telegráficos o fotos adjuntas, en las que aparecía sonriendo detrás de enormes rascacielos. Ni siquiera me pregunté quién le hacía las fotos. Los niños vivían su vida libremente, sin tenerme en cuenta en absoluto, sin hablarme, sin siquiera esperarme a cenar. El microondas y los congelados que les había provisto su madre eran suficientes. Me duchaba una vez cada dos semanas –cuando notaba las axilas pegoteadas– y había abandonado definitivamente la máquina de afeitar. Me follaba a Ximena con regularidad, y las veces que decidía ir al despacho lo primero que hacía después de llegar era cruzar la calle para visitar a mi barman. Una de esas tardes distinguí allí, encorvado sobre la barra, una cara que me resultó familiar. El sujeto estaba como ido mirando su copa vacía. Llevaba la camisa fuera del pantalón, lucía barba de dos o tres días y no se había molestado en peinarse. De forma automática levantó su copa vacía y gritó:
–¡Paquito, otro doble!
Me di cuenta quién era. Lo había visto un par de veces en los suntuosos pasillos del edificio de enfrente.
–Pero señor Ñ, ¿qué hace por aquí?
Me miró de reojo con un leve giro de la cabeza.
–Ah, usté es el “Equi” ¿no? Nada, que ya no me dejan entrar al puto bar de la esquina.
Tragó un largo sorbo de la copa que le acababan de servir y se quedó mirando los cubos flotando sobre el whisky sobrante.
–¿Se da cuenta? –me dijo–. El W se salva por los anglicismos. ¿Y yo, el depositario del símbolo del nuestra lengua? ¿Me merezco este ninguneo? Que les den pol culo.
Me senté a su lado y, con una sonrisa de compasión, lo invité a otra ronda. Posé mi mano izquierda sobre su hombro y le di un par de palmadas. Nos miramos amistosamente. Minutos después, estábamos caminando hacia las tres equis de neón.
–Y la quiero bien ñoña, ¿de acuerdo?– me susurró mientras tocábamos el timbre.

Hoy de vez en cuando lo llamo para tomarnos unos Jamesons. El sueldo ya no me da para Blue Labels. Ni tampoco para el alquiler de la pocilga donde me he mudado. Muchas veces me quedo mirando el diploma de Inmortal que cuelga tras la pared manchada de humedad, mientras recuerdo aquellos certeros versos de Yeats que tanto me habían acompañado durante mi ya lejana juventud: “La heroica madre luna se perdió en el destierro / tengo cincuenta años y ahora / he de sufrir la timidez del sol”.

2 comentarios:

  1. ¡Hola!

    Ya me he leído el cuento... Perdona el retraso pero llevo una semana horrible con el trabajo; si fuera rubio, algo rollizo y mujer, bien podría ser la secretaria del Dr. Cabral ;-)

    ¿Qué decirte, querido Franco? En tu línea. Me ha gustado mucho. Especialmente la parte en que pasea por los corredores de la Real Academia y todo el mundo está ocupado menos él. Aunque, si te digo la verdad, me he quedado con la intriga de saber en qué estaba ocupada la secretaria.

    Por otro lado, supongo que es inevitable que nuestra situación personal determine cómo nos afecta una historia, durante muchas líneas del cuento, el Dr. Cabral me ha despertado una envidia de lo más insana. ¡Lo que daría por estar en su lugar! Pasarme el día dándole vueltas a historias de cyborgs y de civilizaciones apocalípticas, navegar por Internet libremente, tener tiempo para ir al gimnasio, para cocinar para mi mujer, no ir arrastrando sueño, malhumor, y no estar angustiado por las fechas de entrega del trabajo. ¡El Dr. Cabral no sabe lo que tiene!

    :-p

    Nos vemos el sábado.

    -Pere-

    P.d. Por cierto, ¿vas a ir a cenar el viernes? Yo todavía no me he decidido.

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