jueves, 5 de noviembre de 2009

Lecho de guijarros

Ya es demasiado tarde, no tengo otra alternativa que aceptarlo; he pasado de la lucha agónica, del pataleo desesperado, de la obstinación que proporciona la rabia y el pánico, a la lánguida docilidad. Ya siento las aguas en movimiento, el frío lecho, los guijarros pulidos y el barro sucio. Serán los muebles de mi nuevo hogar, donde moraré de ahora en adelante, y por los siglos de los siglos, en paz...

¿Y, no pude evitarlo? ¿No había algún medio saberlo? ¡Ah!, todo era una trampa de ese maldito cazador, desde el principio, seguro. ¿Pero cómo? ¿Cómo imaginarlo? Ese enfermizo color rojo me estaba anunciando el peligro, y no lo vi; o mejor dicho, lo vi pero no lo miré, me hipnotizó... ¡Y es que esa carne! Esa piel rosada, impoluta, tersa, que olía a sangre fresca, a huesos jugosos, a grasa suave y a fibras dulzonas. La había sentido mucho antes de encontrarla. Y cuando la vi, cuando la contemplé, vestida con esa capa roja, con la capucha en forma de punta, y los zapatos de madera, y la cesta de mimbre repleta de pasteles, jugando con las ardillas, entonces ya fue irremediable. Mi ferocidad se despertó y mis instintos se hicieron con el control. «Adónde vas, niña» le pregunté con voz ronca de apetito. «A casa de mi abuelita» contestó ella. Y su aroma y su ternura nublaron mis sentidos. ¡Ah! Seguro que el cazador observaba la escena desde la espesura, agazapado, riendo de emoción, pero por dentro, en silencio, para no descubrirse.

Así que jugué al Gran Juego. Para nosotros, los de mi familia, es una práctica arraigada en lo más hondo de nuestro ser, un comportamiento que obedece a razones tan profundas que lo realizamos sin ni siquiera percatarnos de que lo hacemos. Tras devorar a la vieja (no me costó ningún esfuerzo llegar a la cabaña antes que la niña) me disfracé con sus ridículas ropas y aguardé hasta que mi presa llegó. ¡Qué ingenua! ¡Qué vulnerable! ¡Qué inocente! «Abuelita, abuelita, qué orejas tan grandes tienes» decía. «Son para oírte mejor» replicaba yo con mal imitada voz de anciana. ¡La tenía a mi merced! ¡Era mía! ¡La voracidad me consumía! ¡Tenía que saciar ese deseo violento!... Y lo hice: «¡Son para comerte mejor!».

Luego me invadió el sopor de la satisfacción. Mi barriga estaba tan llena que apenas si podía respirar; vapores de fatigosa digestión ascendían bruscamente hasta mis fauces; la bruma de la saciedad nublaba mis sentidos. Caí dormido.

Pero al despertar comprendí que algo malo había ocurrido. Me hallaba en la cabaña de la vieja, rodeado por sus ropas y cachivaches, y no había rastro de la capa roja. El recuerdo de la niña, de su carne suave y agradable, parecía formar parte de un sueño desvanecido; unas voces burlonas, como cuchicheos maliciosos, como risas de cuchillas afiladas y agujas de sutura, retumbaban en mi recuerdo, imprecisas, casi imaginarias. Huí sin correr; me sentía tan pesado como si hubiera comido una montaña de guijarros. Una sed áspera me lijaba la lengua y la garganta. Necesitaba agua. Tenía que beber. Me acercaría al río. Y al inclinarme para sorber el fresco líquido, mi vientre lleno a rebosar tiró de mi cuerpo y me precipité en la corriente. En vano traté de nadar para mantenerme a flote; braceé, chapoteé, pateé el agua, intenté agarrarme a la superficie con todas mis fuerzas, pero las aguas me engulleron y descendí hacia el fondo, hacia el lecho de guijarros.

¡Hasta aquí me ha conducido la capa roja! ¡Maldito cazador! Todo formaba parte de una treta. Seguro...

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