domingo, 25 de abril de 2010

Puzzles rotos

«¿Adónde vas? ¡Es peligroso!» le gritaban, «el puzzle se monta y se desmonta aleatoriamente. ¡Ten cuidado!»; pero no sentía miedo, ni duda, ni angustia, sino todo lo contrario: un hormigueo de placer le recorría la columna. Aspiraba con fuerza el aire fresco, hinchaba los pulmones tanto como podía, hasta dolerle las costillas. Observaba los fragmentos blancos encajarse suspendidos sobre la superficie del agua. Ésta lucía azul oscuro, como si hubiera mucha profundidad alrededor, y olas pronunciadas rompían contra el casco de la embarcación y la hacían oscilar. Aprovechó el movimiento para empezar. Adelantó primero un pie, luego el otro, se internó en la superficie del rompecabezas; se acababa de componer totalmente y se extendía como una gran baldosa de nácar que resplandecía bajo el sol. Anduvo con paso cimbreante, los brazos extendidos, para equilibrarse; notaba como sus plantas descalzas resbalaban y la sensación de deslizamiento le provocaba ganas de sonreír. La brisa le traía el sabor del salitre. La luz era tan intensa que le obligaba a entornar los ojos y le impedía ver a lo lejos, más allá de las aguas. Entonces la composición empezó a separarse: los trozos se desencajaban y caían al vacío, desaparecían antes de llegar al mar, alterando el gran cuadrado y convirtiéndolo en una figura menguante. Un gemido de emoción le brotó del pecho. Rió con fuerza; una tensión en la mandíbula le provocó punzadas de acidez en el interior de las mejillas, debajo de la oreja…
«¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec!»
... Comenzó a saltar de una pieza a otra, eludiendo los huecos, siguiendo líneas irregulares, sorteando rebordes movedizos, desafiando la gravedad; la espuma le salpicaba el cuerpo, el viento le agitaba el cabello, y un ruido de silencio le envolvía. Estuvo a punto de caer, pero se mantuvo en el tablero. Una baldosa despareció. Perdió el apoyo. Se impulsó. Alcanzó una arista redondeada. Después una gran onda lo sacudió todo; la boca del estómago se le contrajo con la sensación de caída libre y, a continuación, fue ascendido con mayor violencia. Alzó la barbilla y abrió los brazos para abrazar la bóveda celeste. Siguió adelante, perdió pie, cayó hacia atrás; aterrizó de espaldas sobre un pedazo solitario, que se sostenía inexplicablemente, y las piernas le quedaron colgando en el vacío. ¡Gritó de alegría! ¡Había alcanzado el final! Le invadió una sensación de placer, el goce de saber que había dominado la situación y que podía volver a hacerlo, siempre que se lo propusiera; en ese momento se sabía audaz, atrevido, incluso temerario. Agarró la pieza rodeándola con los brazos, por detrás del talle, y se dejó mecer por el vaivén. No temía caer…
«¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec!»
…El conjunto empezó a recomponerse, una vez más, y él se irguió con presteza, sin esfuerzo, seguro de su equilibrio. Los observadores, desde la barandilla, aparecían como figuras recortadas contra la luz amarilla; unos le aplaudían admirados, otros se mostraban inquietos, nerviosos ante la idea subir al tablero; tres figuras de aspecto siniestro hablaban entre ellas en un rincón apartado. No podía reconocer a ninguno de ellos; en lugar de facciones, una mancha grisácea ocupaba el espacio en el que debían estar los rostros, y en su mitad se destacaban, en un tono más oscuro, fluctuando desordenadamente, figuras geométricas básicas: triángulos, círculos, rectas. Caminó sobre la superficie de nácar de vuelta a la embarcación. ¿Lo hacía otra vez? ¿Por qué no? Podía repertirlo tantas veces como...
—¡Vamos, despierta! ¿No oyes el despertador? Da por culo que no veas —tronó una voz.
Abrió los ojos: una claridad insolente se colaba por las rendijas de la persiana. Todavía podía sentir la humedad de la brisa marina y la ondulante oscilación del oleaje. Ante sí, sobre la mesilla de noche, los dígitos del despertador, de un verde maloliente, señalaban las «07:45». La voz continuó:
—¡Venga! ¡Levántate! O me cojo yo la ducha y si luego llegas tarde ya te lo harás.
Alzó la cabeza y divisó a su compañera de piso, de pie en el umbral de la habitación; parecía estar de malhumor.
—¡Vamos!¡Que me quiero lavar el pelo! Desde luego, siempre estamos igual. ¡Es lunes para todos, no sólo para el «señor marqués»!
La alarma del despertador se disparó otra vez: «¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec! ¡Meec!»

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