lunes, 8 de junio de 2009

La mujer sin corazón (os la presento)

La madre de Lucinda se pintaba los labios de rojo intenso antes de salir de casa por la noche para ir a al bingo. El pintalabios era parte del uniforme, como la falda de tubo por encima de la rodilla y la cartuchera para guardar las monedas de los cartones. Se pintaba los labios con cuatro o cinco rulos aún puestos para dar forma a ese pelo rubio tan lacio que la aburría casi tanto como las mentiras que ella misma se contaba para seguir viviendo: saldría de ese piso oscuro, sin luz, de ese barrio muerto; un día se levantaría y no se acordaría de Pedro ni de su maldito olor a grasa y Lucinda no estaría, nunca habría estado. Pero al acabar de perfilarse los labios con un lápiz marrón que oscurecía el rojo todo seguía en su sitio y aún veía su reflejo en el espejo oxidado del armarito del baño que estaba lleno de medicamentos y potingues. No lo soportaba. Abrió la portezuela y dejó de verse. Cogió un bote de laca y, tras quitarse los rulos, se fijó el peinado. Esa noche estaría allí el señor Joaquín. Sabía que lo ponía cachondo y tenía que aprovecharse de ello. Esa noche le rondaría y le sonreiría a cada momento. Cerró de golpe el espejo y se enseñó los dientes en un gesto que le dio una apariencia de desagrado. tenía los paletos mancados de carmín. Menos mal que se había mirado antes de salir de casa, pensó mientras se pasaba el dedo por los dientes húmedos. Se echó un par de gotas de colonia detrás de la oreja y salió del baño.
Al llegar al bingo se encontró con el abuelo ludópata que cada noche se gastaba lo que no tenía en las máquinas. Lo saludó como siempre con un 'otra vez por aquí, Agustín' antes de toparse con la mirada desdeñosa de Marisa, la que vendía frutos secos en la entrada. Eran unas arpías, todas. Sus compañeras no la tragaban, le tenían envidia porque era más guapa que todas ellas y sabían que el señor Joaquín sólo tenía ojos para ella, y manos, claro. Pobres amargadas borrachas. Ella sí que sabía beber, sólo lo hacía las noches que tenía que permitir que las manos de ese viejo baboso se le metieran bajo la falda al entrar en su despacho para dejar la recaudación de la noche. Y para colmo, ella era la encargada, la que controlaba que ninguna de las empleadas se quedara ni un duro y la que hacía el recuento final antes de llevarle el dinero al jefe. El mismo señor Joaquín la había ofrecido el puesto, así podría meterle mano, claro, pero eso no se lo dijo ni el ni nadie, aunque las demás lo sabían porque alguna ya había sido antes la encargada y sabía lo que implicaba el puesto y no le había importado contárselo a las demás. Esa vieja chismosa no soportaba haber cumplido años y habar aburrido al viejo. Ahora iba a ser ella quien lo iba a entretener de lo lindo; si no lo encontaba es que se había olvidado de cómo se folla y lo dudaba porque tenía al bueno de Santi para hacer memoria los mediodías que cerraba el taller y la mocosa se quedaba a comer en el colegio. Pobre Santi, era medio tonto, pero follaba como un animal y en el fondo quería a su esposa, así ella se evitaba complicaciones. Un revolcón a la hora de comer de tanto en tanto, siempre con ese olor a currante, ese olor a grasa de motor que la había perseguido siempre, como si su destino fuera ser la puñetera mujercita amargada y quitamanchas de un mecánico insensible y borrachuzo. No, se negaba. Una cosa era follar y arrancar esas camisetas grasientas para poder morder el pecho fuerte y moreno de Santi, y otra muy distinta lavarle las manchas y los calzoncillos. Y una mierda. Ya había caído en ese error con Pedro. Y cuál había sido su premio: el abandono y una hija tarada que le impedía vivir.
Saludó a las arpías con un gesto desganado de la cabeza y se encerró unos minutos en el baño. Otra vez su reflejo ofreciéndole una instantánea de sí misma; aún era guapa. Se ahuecó el pelo con los dedos y con el índice se quitó un poco de carmín que sobresalía de la línea de su labio superior. Le gustaba marcarse mucho los picos y ese aire de crueldad que le daban a su sonrisa. Esa noche tenía que estar estupenda, era sábado y las arpías se marchaban antes que ella, que era la encargada y tenía mucho a última hora con el cierre. Sabía que tenía al viejo a puntito de caramelo y suponía que sea noche se lanzaría más allá del dobladillo de su falda. Entonces observo como a su reflejos se le agrió el gesto en una mueca de asco que le deformó la sonrisa.

3 comentarios:

  1. Cuánta amargura, por dios. (Me ha gustado) kudos a la microliteratura

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  2. Ja veig que la Lucinda cada cop va cobrant més entitat! ;-)

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  3. Cada vez vas por mejor camino.... El estilo, el tono... la verdad es que me gusta mucho.

    Sigue escribiendo!!!

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